6/10/08

Lunes 22 de septiembre de 2008

Lo de Santa Bárbara parece que funcionó, e inesperadamente amaneció un día despejado, ofreciéndonos una estupenda oportunidad para caminar por las playas y bañarnos, si acaso encontrábamos alguna calita resguardada donde el Pacífico no despanzurrase lo que se le atreviera. Tomamos una pasarela que rodeaba el puerto hacia el norte, colgándose por las rocas en escaleras, puentecitos y rampas, y durante un buen trecho disfrutamos de unas vistas privilegiadas. Moles de granito esculpidas a capricho por las mareas y los oleajes ponían freno a las embestidas del mar, que a menudo se estrellaba y sobrepasaba la pasarela amenazando con ducharnos.

Un hotel era el final de la pasarela, y obligándonos a regresar a las calles interiores seguimos hacia el norte para alcanzar la siguiente playa, una cala amplia tras el roquedal. Bajando por sus boscosos acantilados volvimos a la arena, aunque tampoco era fácil bañarse allí por lo desprotegido de su orientación a la rompiente de las olas. Después de un rato de contemplación subimos y bajamos la siguiente loma para alcanzar otra cala, ésta chiquita y resguardada, orientada lateralmente a la línea de la costa, donde un movimiento más suave del agua nos permitió estrenar por fin el Pacífico. El agua estaba sorprendentemente tibia, y los pocos turistas que había en Puerto Escondido también la habían descubierto y tomaban el sol en la arena, mientras que algún pescador local se sumergía con sus gafas de snorkel para recolectar ostras que ofrecer a los extranjeros acompañadas de rodajas de lima.







Antes de que atardeciese queríamos ver la última de las playas, que comenzaba a algo más de un kilómetro siguiendo al norte por las calles entre hoteles y urbanizaciones que cortaban el paso a los acantilados hasta mucho más adelante. Después de una barrera verde se abría una línea de arena de varios kilómetros que se difuminaba con la humedad del aire hasta un vaporoso cabo casi en el horizonte. Ni una sola persona poblaba el paisaje; yo ya había visto playas infinitas y desiertas en Brasil, pero para Susana aquélla era otra experiencia nueva y sorprendente. Por una playa de película para nosotros solos caminamos despacio, dándonos tiempo a disfrutar de la soledad de aquel paisaje natural y salvaje. Abierta, indefensa ante el océano, sus olas poderosas se derrumbaban con estruendo llenando la orilla de espuma y el aire de brumas.







De regreso al pueblo, pasamos largo rato contemplando la bahía, y a los pescadores entrando al agua para lanzar a mano sus redes. Los perros olisqueaban los restos del pescado cortado, y fragatas y pelícanos se sumaban a la merienda zambulléndose cerca de la playa.








Antes de que se hiciese demasiado tarde recogimos las mochilas que habíamos dejado al cuidado del vigilante de la pensión, y tomamos un taxi a la estación de autobuses. De noche no era buena idea callejear para buscar el colectivo a la estación, menos aún en las soledades de la temporada baja, y valía la pena pagar un poco más por no tener un mal encuentro. La combinación de montaña y playa había resultado un agradable relax en medio del viaje, pero ya era hora de regresar al interior. Próxima parada: Puebla.
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