11/10/08

Sábado 27 de Septiembre de 2008

No había mucho que ver en Cuernavaca; poco quedaba de su casco colonial aparte del palacio de Hernán Cortés y de la catedral, una de las primeras construidas en el nuevo mundo, y dotada de ciertas características que la hacían especial. Para empezar, su portada norte estaba coronada por una calavera y dos tibias, el clásico emblema de los piratas cinematográficos. Se trataba en realidad de una representación prehispánica de la entrada al Inframundo, el lugar de los muertos donde la muerte era sólo la antesala de la vida: algo realmente fácil de asimilar a la idea católica de la resurrección. Sobre la calavera una cruz enclavada en un montículo de piedras, recordando a algunas representaciones católicas del Monte Calvario. Así, de un golpe, aquellos pioneros que se habían empeñado en imponer la religión católica, habían creado un símbolo que aunaba dos tradiciones tan dispares, ofreciendo a los indígenas una solución de continuidad con algunos de sus antiguos ritos para hacer más asimilable la nueva superstición. Ellos la seguirían a su modo, dando lugar a la religión sincrética de la que todavía hoy eran devotos los nativos. El interior de la iglesia no era menos interesante, cubierto de frescos murales del siglo XVI, realizados por maestros filipinos y artistas aborígenes, y representando los primeros capítulos de la conquista de Nueva España.








El palacio de Cortés ofrecía un recorrido histórico por los cinco siglos de mestizaje, convertido en un museo en el que se podían encontrar piezas prehispánicas, fusiles de la revolución de 1910, y todo tipo de fetiches nacionalistas, aunque del antiguo dueño de la casona apenas subsistía un viejo arcón apolillado.







Un amigo de Susana le había dado las señas de una conocida que vivía en Cuernavaca, Iliana, que durante el viaje ya nos había hecho alguna recomendación por correo electrónico. Por la mañana la llamamos a su móvil, y quedamos en encontrarnos a la hora de comer frente al palacio. Mientras la esperábamos, Susana empezó a charlar con uno de los profesores en huelga que acampaban en los soportales del palacio. Era un tipo elegante, con una impecable media melena blanca que contrastaba con su vestimenta negra. Según le contó, llevaban ya 38 días durmiendo allí, luchando por no perder los derechos laborales que les serían arrebatados con la próxima privatización de la Educación Pública: derecho a la jubilación y seguro médico, entre otros. Nos hablaba de un pueblo mexicano harto de ver cómo todos los gobiernos no habían hecho otra cosa que defender a los ricos y olvidarse del resto de la gente. En la protesta estaban los más radicales, los dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias; pero la mayoría de sus compañeros temía la larga tradición de represión y asesinatos, que era ya un clásico en las movilizaciones sociales mexicanas. No sólo los maestros estaban en lucha: campesinos, mineros, transportistas… José estaba convencido de que se estaba gestando otra revolución, que tarde o temprano estallaría todo por los aires. Todos eran conscientes de que cuando eso llegase habría muertos, pero no había otra vía. Era palmaria la falta de libertad de expresión, la represión, los desaparecidos; la manipulación informativa de unos medios de comunicación que seguían en manos de los de siempre. La gente más humilde, y por tanto la que menos cultura tenía en un país de contrastes como México, era la más fácilmente manipulable: por unos pocos pesos eran comprados los votos que llevaban al poder al PRI o al PAN, perpetuando una situación insoportable para un creciente número de gente de todas las clases sociales.
Actualmente el gobierno estaba representando una mascarada tratando de convencer a la gente de que libraba una guerra contra la violencia del narcotráfico, cuando todo el mundo sabía que el narcotráfico eran los propios gobiernos, la policía, el ejército… La violencia provocada por el narcotráfico no era más que una lucha entre familias por el control, entre grupos de poder con intereses distintos. Sobre los toldos que resguardaban de la calle a los maestros colgaban carteles reivindicativos; pintadas zapatistas demostraban que los descontentos se iban sumando. No me pareció que se respirase un aire prerrevolucionario, pero estaba claro que los mexicanos se estaban despertando.








Por fin llegó Iliana con su bebé en brazos, y hechas las presentaciones subimos unas calles para almorzar. Su marido daba conferencias sobre pedagogía en los más diversos rincones del mundo, y en aquel momento se encontraba en Helsinki. Los dos habían viajado por España no hacía mucho, y tuvimos que darle la razón cuando con toda diplomacia nos confesó que había hallado a los españoles rudos y desagradables, en el hablar y en el trato, sin modales ni educación. Comparados con los ceremoniosos, dulces y caballerosos mexicanos, los españoles parecíamos una panda de salvajes, eso lo digo yo. En el país del “Mande, para servirle”, nuestro hablar directo y seco podía parecer grosero. Susana y yo, a estas alturas, imitábamos con bastante soltura las maneras atentas y humildes de los mexicanos, y Susana, como buena lingüista, incluso el acento y la fonética; así que tal vez pudimos ser unos buenos embajadores de nuestro país, demostrando que en todas partes hay de todo. En cualquier caso Iliana, un espíritu refinado y cultivado, había comprendido en seguida que su experiencia en España no se debía a nada personal, sino a que los españoles éramos así con todo el mundo, y no había maldad en ello.

Después de comer fuimos en coche a su casa, a las afueras de la ciudad, para tomar el café. Dimos un buen repaso a la situación social y política de México; y tratamos temas más ligeros, como la lucha libre mexicana, un fenómeno extravagante y curioso que, por más explicaciones que habíamos recibido, no terminábamos de entender. Nos habló también de un viaje por Nuevo México, la región tomada por los gringos un siglo atrás; hasta que hubo viajado por esta región, Iliana había pensado siempre que la representación tópica del mexicano en el cine norteamericano era pura invención, que los mexicanos no eran así. Pero por lo visto, sí que lo eran, y mucho, los habitantes de Nuevo México. Tal vez se imponía un recorrido en busca de Perdita Durango. Algún día.








Nos despedimos de Iliana y regresamos al centro con el atardecer. La noche del fin de semana se llenaba de gente joven, de tunos vestidos a la salmantina yendo y viniendo de algún tugurio o del teatro. Una zona muy fina cerca del palacio de Cortés estaba repleta de bares a los que acudían los jóvenes más engominados. Cuernavaca era un agradable y saludable lugar; de nuevo tenía que dar la razón a Susana: existía, efectivamente, una clase media que vivía y disfrutaba las ciudades de México.
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