19/10/08

Sábado 4 de Octubre de 2008

Iliana, la encantadora amiga que habíamos conocido en Cuernavaca, nos había dado el teléfono de un amigo suyo, Óscar, para que nos pusiésemos en contacto con él en la capital. Nos invitó a tomar un café a su casa, y desde el mediodía estuvimos de charla con él. Óscar era un tipo interesante, con una cultura considerable y una capacidad reflexiva única. Había estudiado Ciencias Políticas, aunque se dedicaba a escribir en revistas, a hacer crítica cultural, o incluso a la informática. En seguida salió el preguntón que tengo dentro, y la conversación derivó hacia contenidos más tangibles para quienes, como nosotros, pretendemos conocer la realidad del país. La problemática mexicana era compleja, pero tras 70 años de dictadura encubierta del PRI, era entendible que la cultura política y social del país se encontrara en pañales, y con mucho por cambiar y poner al día. La corrupción alcanzaba todos los niveles de la vida mexicana; una buena muestra de ello era cómo dos calles más arriba de su casa se podía obtener una falsificación válida de cualquier título universitario; ni si quiera los profesores eran fiables, y muchos de ellos habían comprado el título y la plaza que les permitía ejercer. También los cargos sindicales, hereditarios y vitalicios, paralizaban la capacidad de acción de los trabajadores, convertidos tan sólo en aparatos del tráfico de influencias. Por otra parte, el cambio no podía esperarse veloz en un país conservador como México, extremadamente orientado por los dictados de un catolicismo anclado en otros tiempos. Incluso la generación del 68 estaba aburguesada y apoltronada en las instituciones. Sin embargo Óscar no era del todo pesimista, y valoraba positivamente el lento cambio que en la cultura política estaba teniendo lugar desde el final del poder priísta.
Por otra parte, nos relataba cómo el campo mexicano había sido depauperado, los precios de sus productos hundidos por los tratados de libre comercio con EEUU, y su población empujada por tanto a huir de la miseria para caer en otra peor: la de los cinturones infames que rodean las grandes ciudades. Las condiciones habían caído en picado en pocos años: con un sueldo mínimo se había pasado de poder adquirir 56 kg de tortillas de maíz, el alimento básico de la dieta mexicana, a tan sólo 5 kg.

En esas llegó Alexandra, la novia francesa de Óscar. No se la veía del todo adaptada a su país de acogida, pese a llevar más de dos años allí. Pero como francesa blanca, México le abría muchas puertas que cerraba a sus propios ciudadanos, y para ella las ventajas superaban a desventajas como la inseguridad, el ruido, la contaminación… Su vida era mucho más fácil que cuando vivía en su estrecho y gris cuartucho de un suburbio parisino, y no parecía dispuesta a regresar en breve.

Salimos los cuatro a dar un paseo entorno al Zócalo. Alexandra me hablaba del estilo relajado hispano, que adoraba en contraposición a la frialdad calculada de los franceses. Como en aquella tarde, se había acostumbrado a hablar sin temor con alguien que acabase de conocer, algo impensable en la Francia postmoderna que había sustituido la retórica de la libertad por el miedo y la desconfianza, la individualidad y el aislamiento. Sin embargo no podía comprender el surrealismo mexicano presente en todas las facetas de la vida; ni la corrupción sin límites que solía rozar lo absurdo y lo hilarante.

Para completar esta visión del México incomprensible, nos llevaron a visitar una exposición sobre Lucha Libre mexicana. Toda una telenovela de enmascarados representaba semanalmente su papel, levantando la pasión de cada uno de los mexicanos, desde el más humilde hasta el doctor en sociología. Era un fenómeno difícil de entender, una suerte de catarsis colectiva en la que un simbolismo algo maniqueísta de la vida, del bien y del mal, plasmaba el día a día de los mexicanos luchando por sobrevivir en un mundo lleno de trampas. Evidentemente sus peleas llenas de aspavientos eran una pura representación teatral, pero el juego de ambigüedad en la que no se sabía dónde acababa lo fingido y dónde empezaba lo real, era capaz de enganchar por generaciones a todo un pueblo. Y esto era para nosotros lo más fascinante e incomprensible.

Tomando un café en una terraza seguimos la agradable conversación. Yo coincidía con Alexandra en un cierto diagnóstico sobre Occidente del que no había oído hablar a nadie antes, y que ronda mis pensamientos desde hace años: la decadencia terminal de la cultura occidental, que parece no poder dar más de sí. Sus modelos de vida exportados en forma de consumismo y de un determinado sistema económico, habían llevado a una depravación mental en todo el mundo, hoy inundado de una violencia y una desesperanza sin vuelta atrás. En Europa, en cambio, nos habíamos vuelto miedosos y blandengues, vulnerables ante el vuelo de una mosca. La estrategia del miedo puesta en marcha por los gobiernos de las últimas décadas nos habían llevado alegremente a renunciar a todos los logros sociales conseguidos después de un siglo de luchas, así como a deshacernos de las libertades civiles de la ya olvidada revolución francesa. De un plumazo habíamos borrado lo que nos distinguía como europeos, como supuesta cuna de la civilización. En todas partes la democracia había quedado reducida a una ridícula pantomima en la que unos embrutecidos ciudadanos sin atisbo de espíritu crítico bailaban a merced de los intereses de determinados grupos de intereses y poder, encarnados en bipartidismos repartiéndose el poder. Alexandra y yo estábamos de acuerdo en que esto no podía continuar mucho tiempo así, y que asistíamos al final, seguramente trágico, de una penosa opereta. Estábamos rodeados de culturas mucho más frescas y jóvenes, eficientes y dinámicas, aunque no por ello mejores; pero sí capaces de desplazarnos económicamente y, a la larga, políticamente: cualquier país de Asia parecía mucho más adaptado al siglo presente que los enmohecidos ciudadanos europeos, ensimismados y mirándose el ombligo sin ser conscientes de lo que se les viene encima.

Entre tanto se asombraba Óscar: hablábamos de decadencia nosotros, los europeos que lo teníamos todo, cuando en el resto del mundo la lucha era por la mera supervivencia… La crisis financiera andaba ya de boca en boca, amenazando con llevar a sus últimas y más desastrosas consecuencias las viejas profecías marxistas. Óscar, procedente de una familia de ideas marxistas, opinaba que la Humanidad iba derechita a un pozo tan oscuro, que sin remedio volvería el comunismo por sus fueros, como única alternativa viable capaz de rescatar de este fango tenebroso en el que poco a poco nos hundíamos, a este género humano engañado y exhausto.

Había sido una conversación intensa, y ya de noche nos despedimos. Susana y yo seguimos de visita para relajar la mente: la plaza de los Mariachis, que conocíamos de día, nos esperaba con un ambiente rebosante, original y extravagante. En los bares y discotecas desembarcaban lujosos autos con tipos trajeados de aspecto viperino acompañados de mujeres de película; pero la vida real era la de la explanada decorada de estatuas de charros. Cientos de mariachis ofrecían sus canciones a quien pagara por ellas, y formaban corrillos alrededor de quien recibiera la dedicatoria, a menudo escuchando en silencio, y que otras veces se unía cantando o bailando.
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