19/10/08

Viernes 3 de Octubre de 2008








Otra visita obligada en la capital era el museo de Antropología, situado en el parque de Chapultepec. Era allí donde se guardaban las piezas arqueológicas fundamentales del mosaico de culturas que compusieron la Mesoamérica precolombina. México había sido desde tiempos remotos un lugar trasegado por innumerables culturas, que desplazando a otras previamente dominantes, habían vivido fugaces momentos de esplendor antes de ser sometidas y condenadas por el siguiente pueblo con éxito, en alguna derrota militar. Esta dinámica los había hecho cada vez más violentos, ya que sólo los pueblos guerreros más extremos podían preponderar. Al compartir un espacio tan relativamente pequeño, cada cultura había tomado los elementos religiosos, artísticos y organizativos de los anteriores, refinándolos progresivamente. Pocos pueblos habían conocido un apogeo tan prolongado como los teotihuacanos, que durante siglos aunaron alrededor de su ciudad y sus pirámides una liga de culturas dispares que se dejaron seducir y deslumbrar por sus innovaciones arquitectónicas y religiosas. Tras la diáspora que sucedió al final de la gran Teotihuacán, seguramente debida a una revolución interna que destruyó la ciudad, aquella cultura pionera que moría exportó sin saberlo sus elementos característicos a todos los pueblos que se desarrollaron después: los Mayas y Aztecas entre ellos.








La sala Maya destacaba por sus finas piezas cerámicas representando una variada y compleja estructura social, con peldaños muy diferenciados, que en el barro se distinguían por sus tocados y vestimentas característicos. En la sala Olmeca aparecían majestuosas las cabezas gigantes de piedra, con sus rasgos casi africanos llevando a la duda a los defensores de la teoría según la cual la población americana habría usado exclusivamente el helado paso del Bering glaciar. Un rasgo distintivo de esta cultura, la más antigua de todas las avanzadas, era la profusión en la representación de deidades femeninas sonrientes. Por orden cronológico parecía adivinarse una espiral de creciente violencia en sus ritos religiosos: desde la aparentemente apacible existencia Olmeca, hasta la descarnada parafernalia de muerte y decapitación azteca. Los atlantes Toltecas, cinco metros de piedra tallada, presidían otra más de las salas. Y así fuimos recorriendo una tras otra las innumerables culturas de aquella torre de babel.








Salimos a comer al parque, mientras unos voladores de Veracruz se descolgaban del alto mástil al que enrollaban sus cuerdas, dando vida a una clásica estampa ritual de los antiguos moradores del Golfo de México. Y aún quedaba por ver lo más impresionante: la sala azteca, con sus terroríficas deidades, los códices contando su odisea desde que salieran de la isla de Aztlán hasta que fundaron la ciudad de Tenochtitlán en el lago de Taxcoco, o la emblemática losa del calendario azteca. Pasamos un buen rato disfrutando de ésta última, por lo que pudimos asistir a la explicación de tres guías diferentes, con tres versiones que nada tenían que ver las unas con las otras. Uno explicaba que se trataba de un ring ritual en el que peleaban dos guerreros hasta la muerte; otro decía que era un calendario lunar. De los ofidios de su extremo inferior, uno interpretaba dos serpientes emplumadas; otro la vía láctea; y otro veía dos sacerdotes mirándose. En el centro, una cara encerrada en un disco con dos manos a los lados, para un guía era el quinto sol maya naciendo, agarrándose con sus manos para poder emerger; para otro guía era el Sol o el rey azteca aplastando dos corazones… Lo único que me quedó claro, es que nadie sabía a ciencia cierta qué demonios representaba aquella piedra; ah, y que había mucho charlatán viviendo del cuento.








Después de más de 8 horas de visita, en vez de cerámica tan sólo veíamos miles de pucheritos y más pucheritos, así que decidimos dar la visita por concluida. Una vista rápida al área de etnología nos sirvió para comprobar una vez más cómo la minoría blanca que dominaba a sus anchas el país, trataba, incluso en sus museos, de una manera denigrante a los pueblos originarios. Como en un zoológico se apilaban representaciones de chozas, trajes típicos y rituales en una versión comercializada y ruin de unas culturas que aún tienen mucho que enseñarnos. Durante siglos condenados a la miseria y a carecer de voz ni voto sobre su propio destino, eran mostrados allí para presumir de la riqueza cultural de un país que los ignoraba y maltrataba.
.
.
.
.