6/10/08

Martes 23 de septiembre de 2008

Después de otra agitada noche de autobús por las curvas que ascendían entre montañas los 2000 metros de desnivel de regreso a Oaxaca, llegamos a esta ciudad para tomar al alba otro autobús que continuase hasta Puebla. Nuevamente el paisaje cambiaba radicalmente, atravesábamos lomas áridas erosionadas en cárcavas y pequeños cañones aluviales, con cactus y pitas como toda vegetación, aunque la época de lluvias acababa de reverdecer su desnudo suelo con un ligero tapiz verdoso.

El autobús nos dejó en el cruce de la autovía, en medio de una zona industrial a las afueras de Puebla. Si no hubiese sido mediodía me hubiese asustado un poco por la situación; pero había suficiente gente yendo y viniendo de su trabajo como para que la excursión por las calles industriales no me pareciese demasiado peligrosa con las mochilas a cuestas. En seguida encontramos qué colectivo tomar para acercarnos al centro, y sumergirnos en el atasco de la hora del almuerzo. Las calles en damero de la soberbia ciudad criolla de Puebla no se habían modificado durante los últimos siglos, y no daban abasto para el tráfico caótico de la ciudad de dos millones de habitantes en que se había convertido. Tuvimos que caminar durante un buen tramo para alcanzar el Zócalo, y desde allí buscar la calle en que la guía situaba las posadas más económicas.







Después de quitarnos la mugre del camino salimos a almorzar. Hasta el momento conocíamos tan sólo la típica taquería roñosa que daba comidas sin cuento ni gusto; pero por algo Puebla había sido desde su fundación uno de los principales centros del poder criollo, de la población blanca y la cultura predominantemente española. Sus restaurantes exhalaban un aroma y un encanto españoles, un toque burgués de antaño, de las buenas maneras corteses, de la falta de prisa y los detalles de gusto. Creo que, después de años recorriendo ya unos cuantos países del continente americano, aquel almuerzo fue el primero en el que sentí mejor que en mi propia casa, atendido por camareros que podrían estar en palacios, y que daban menús económicos como en cualquier otro rincón del país. En un colorido patio de una vieja casona colonial remodelada, comían los ejecutivos de los bancos, tipos trajeados de los bufetes de abogados… una estampa que bien podría haber sido madrileña si no fuese porque en Madrid el trato nunca es ni correcto ni atento.

Y es que Susana y yo habíamos tenido nuestras discusiones sobre el tema; yo insistía en que en años viajando no me había cruzado ni una sola vez con la clase media culta y refinada que ella situaba en su imaginario hispanoamericano. Y de repente allí estaba, llenando las cafeterías de buen gusto, los restaurantes de los viejos palacetes coloniales; paseando trajeados y engominados por las calles del centro de la ciudad. En lo sucesivo tendría que dar la razón a Susana en más de una ocasión, sin duda México era un país que nada tenía que ver con el resto de Hispanoamérica. Fuera de México los centros coloniales son pasto de vampiros, y las clases pudientes, si existen, hace tiempo que se mudaron a exclusivas urbanizaciones donde alguien que viaja a pie de calle no puede ni remotamente acercarse. Aislados del mundo, separados de los pobres de los que tal vez desconocen hasta la propia existencia.








Paseando por el centro descubríamos los siglos de riqueza e historia que adornaban su arquitectura monumental. Decían las guías que en Puebla había una iglesia para cada día del año, y era cierto que al menos se erigía una en cada cuadra del damero de la ciudad. En el Zócalo porticado se sucedían las cafeterías, y un delicioso aroma de café decoraba la calle. Los enormes árboles ocultaban las mejores vistas de la magnífica catedral. Unas cuadras más al norte, un antiguo edificio remodelado de estilo art deco albergaba un centro comercial al más puro estilo americano, pero aderezado con el gusto local. Tiendas y puestos de comida rápida surtían a las familias de clase media que empleaban la tarde en un paseo por las tiendas de moda.








Y la noche no me pareció menos sorprendente. En el centro de 2 millones de habitantes, se podía pasear después de las 9 de la noche sin vérselas con mis temidos vampiros. Las churrerías del Zócalo se llenaban de jóvenes, y una acogedora sensación nos tranquilizaba después de recorridos en los que habíamos tenido que estar más alerta. También nos llamaba la atención la pulcritud de los mexicanos, la extremada limpieza de sus calles, sus locales públicos y sus parques. Abundaban los carteles invocando a la buena educación de la gente para no tirar basura. Ni un papelito, ni un chicle pegado en las aceras. Los cuartos de baño podrían ser algo viejos y destartalados, pero nunca sucios o llenos de papeles y porquería. En esto no había duda de que nos podían dar lecciones a los españoles.
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