4/10/08

Domingo 21 de septiembre de 2008







Las playas de la zona no vivían su mejor momento, y la lluvia y el oleaje no permitían el baño. Sin fiesta ni remojón, lo único que quedaba era disfrutar del paisaje y continuar viaje a otra parte. Madrugamos para aprovechar las horas de la mañana paseando hasta Zipolite, la más grande de las playas de los alrededores. Recorrimos la carretera en dirección opuesta a la de Mazunte, y durante 40 minutos subimos y bajamos lomas cubiertas de bosque por los que se colaban pájaros de colores. Habíamos salido en ayunas, y llegamos muertos de hambre a Zipolite. No es que fuese sede de la Madre de las fiestas, pero algo más animado sí que estaba el lugar. Las playas del Pacífico eran populares desde que en Norteamérica diera sus primeros pasos la cultura del surf, toda una hedonista forma de entender la vida que, en lugares como Zipolite, había configurado una fisonomía, una forma y un fondo particulares. Las palapas en la playa, las drogas, las hamacas a pie de playa, los bares de copas y la música hasta el amanecer bailando en la arena… veníamos fuera de temporada para conocer el espíritu, pero alguno que otro surfero pasado de vueltas con las drogas se veía desayunando en el bar. Algo es algo…








A penas pudimos dar una caminata por la playa antes de tener que tomar el colectivo de regreso a San Agustinillo para dejar a tiempo la habitación y no tener que pagar un día más. Recogimos todo, y en dos colectivos y hora y media, llegamos a Puerto Escondido. Ya no se trataba del ambiente hippy y relajado de las playas que acabábamos de ver. Aquél era un destino turístico para mexicanos, y por tanto estaba afeado por la estética local, descuidada y encementada en llano, pintada de colores y saturada de carteles anunciándolo todo a los cuatro vientos. Más sucio, menos romántico, más enrevesado y orientado a una bahía que alguna vez había sido una hermosa playa, convertida ya en un mugriento arenal y puerto de lanchitas de pesca desde el que entraban al mar los pescadores con sus redes.








Tampoco acompañaba el tiempo, y estuvimos tentados de olvidarnos de la playa y regresar esa misma tarde al interior. Pero finalmente optamos por quedarnos e intentar pasear sus playas infinitas cuando la intermitente lluvia lo permitiese. Después de acomodarnos en otra mugrienta habitación, seguimos la playa hacia el sur, una infinita línea de costa abierta a un mar salvaje que la golpeaba sin piedad. Carteles en la arena avisaban de que bañarse suponía riesgo de morir ahogado, y sólo algunos surfistas provistos de sus tablas desafiaban a las olas, que los vapuleaban tras dejarse surcar durante unos segundos.







Puerto Escondido también estaba fuera de temporada, y no había mucho que hacer tras el anochecer. Cenar y acostarse, y poner una vela a Santa Bárbara para que no tronase y nos trajera una mañana soleada para probar el mar con la piel.
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