19/10/08

Domingo 5 de Octubre de 2008







No podíamos irnos sin visitar las ruinas de la majestuosa Teotihuacán, unos kilómetros al norte de la ciudad de México. Tomamos el metro hasta la estación del Norte, y desde allí un autobús que nos dejaba, una hora después, en la puerta del parque arqueológico. Ya aparecía la silueta de sus dos pirámides principales al final de los cuatro kilómetros de avenidas, edificios y templos, que las precedían desde el sur. La avenida principal, o de los Muertos, sorprendía por su increíble extensión, más parecida a la de un aeropuerto que a la de una ciudad planeada hace dos mil años.

Los teotihuacanos fueron el pueblo originario y pionero de la cultura mesoamericana; a principios de la era cristiana, la pequeña aldea que ocupaba el valle recibió una avalancha de refugiados provenientes de las áreas desoladas por la erupción de un volcán del valle de México. De pronto era necesaria una estructura organizativa capaz de ordenar una sociedad multicultural, y así surgió y creció la ciudad planificada de Teotihuacán, sumando barrios cuyos habitantes pertenecían a etnias diferentes, y que edificaron en la avenida principal sus edificios administrativos. Se convirtió en un centro de poder y de cultura que irradiaba a miles de kilómetros alrededor, y durante el milenio de esplendor llegaron a crear en ella sus propios barrios culturas tan distantes como las de Oaxaca o del Yucatán. Un sistema de alcantarillado adelantado a su tiempo evacuaba las aguas de la ciudad. Cuando en el siglo IX, tras 9 siglos de Historia y estabilidad, estalla una revuelta interna que llena de cadáveres abandonados sus calles y destruye muchos de sus edificios principales, sus habitantes huyen y regresan a sus regiones de procedencia, llevándose consigo la cultura, las técnicas arquitectónicas, y el culto religioso, entre otras muchas facetas que enriquecieron a los pueblos posteriores, que sin excepción, imitaron a la legendaria Teotihuacán. Así siguió, abandonada y convertida en un lugar sagrado y venerado por los siglos venideros, como referencia para pueblos tales como los toltecas, los mayas o los aztecas, que respetaron y reverenciaron siempre sus viejas piedras.

Comenzando desde el sur, fuimos recorriendo los 4 kilómetros de la avenida de los Muertos, un centenar de metros de anchura flanqueado por pirámides menores, plazas ceremoniales, y complejos administrativos correspondientes a cada uno de los linajes que dieron vida a la ciudad. En el extremo norte, recortada contra la enorme montaña que presidía el valle y a la cual evidentemente imitaba, aparecía la majestuosa silueta de la Pirámide de la Luna, más pequeña que la del Sol, pero más impresionante que ésta por situarse al final de la avenida y sin obstáculos que impidieran apreciar su perspectiva. Dejamos a un lado la Pirámide del Sol, reservando su ascenso para el final, y seguimos bajo la dorada luz tamizada de la mañana hacia la Pirámide de la Luna. A sus pies se abría una plaza rectangular adornada de otras pirámides menores, y subiendo la escalinata final ascendimos a la mejor vista de la ciudad. La suave bruma del valle desdibujaba levemente los contornos, y permitía apreciar mejor las distancias y las perspectivas. Sin duda estábamos contemplando una de las maravillas de la Humanidad. La inmensa mole de la Pirámide del Sol aparecía soberbia, alineada con la lejana presencia del Popocatepetl. Allí nos sentamos para disfrutar largo rato de la estampa, según el sol iba disolviendo las brumas para imponerse en el valle arbolado.








El ascenso a la Pirámide del Sol, en realidad dedicada al dios de la Lluvia, era imprescindible para admirar su volumen comparable, aunque menor, al de la pirámide de Keops en Egipto; sin embargo las vistas que ofrecía su cumbre no eran igualables a las que habíamos disfrutado sobre la Pirámide de la Luna. Entre tanto una marea de gente recorría como pequeñas hormigas una ciudad tal vez pensada para dioses.








Después de todo el día pateando la desproporcionada escala de Teotihuacán no nos quedaba fuerza más que para regresar al DF, buscar dónde comer algo, y regresar a la habitación a descansar.
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