19/10/08

Miércoles 8 y Jueves 9 de Octubre de 2008







Con un par de paseos, uno de día y otro de noche, se podía dar la ciudad por vista, así que aprovechamos bien la mañana para recorrer todos sus rincones, y después de comer tomamos el autobús para continuar a nuestro siguiente destino: Guanajuato.

Llegamos a la ciudad en pleno festival cervantino, un evento anual con fama internacional que atraía a Guanajuato a artistas e intelectuales de todo el país, estudiantes y viajeros, que llenaban la ciudad y disparaban los precios del alojamiento. Pasamos buena parte de la tarde recorriendo la ciudad mochila al hombro en busca de algún acomodo de precio razonable, y cuando ya casi habíamos agotado las posibilidades, probamos suerte preguntando por algún particular que alquilase un cuarto. El dueño de una tienda me dio en seguida la referencia de una señora que vivía a pocos metros de allí. La mujer nos ofreció un cuarto por un precio razonable, pero todavía teníamos que verlo. Ascendimos por uno de los cerros que rodeaba la ciudad hasta llegar casi a lo más elevado. En un terreno vallado, casi un corral, tenía una chabola infame techada de lata, con un camastro y una puerta que mal ajustaba. Las vistas de la ciudad eran insuperables, eso sí. Un colorido mosaico de casitas encaramadas en las lomas semidesérticas, reverdecidas por las recientes lluvias y pobladas de cactus candelabro, se abría a la vista bajo un cielo de acuarela, con nubes asombrosas peleando con un sol ya moribundo. Creo que el aspecto del cuartucho le costó a Susana casi deprimirse, pero no teníamos muchas más opciones. Así que nos quedamos. Después de todo, cuando se viaja sólo se necesita la habitación para dormir, y de noche todos los gatos son pardos.









Después de una buena ducha regresamos ladera abajo al animado centro, que bullía de gente joven: cada bar ofrecía música en vivo, y los mariachis animaban la principal plaza con su música desgarrada y eufórica. No tuvimos gana de hacer cola para asistir gratis al concierto de Serrat, y nos conformamos con un agradable paseo por las serpenteantes calles de la ciudad, encajada en el fondo de un valle que se quebraba en seguida para sostener sus casitas precarias en las lomas que la rodeaban.



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Empleamos la mañana siguiente en recorrer sus calles y pasadizos. Un laberinto de túneles y fosos comunicaba extremos opuestos de la ciudad, haciéndola extrañamente original. Tanto nos habían hablado de Guanajuato que esperábamos encontrar en ella nuestro lugar predilecto en México. Pero aparte de su escenario espectacular, de sus laderas atiborradas de sencillas casitas de colores, y de la vida de sus plazas en pleno festival, no ofrecía un conjunto arquitectónico destacable. Sin duda nos quedábamos con San Cristóbal y con su encanto multicultural, cosmopolita, rural y refinado. Guanajuato disponía de un centro monumental que ocupaba un par de calles encajadas en lo profundo del valle; pero en cuanto se salía de ellas, las construcciones no eran mucho más elaboradas que las de cualquier favela de Rio de Janeiro. Aunque eso sí, con la mano de pintura de colores que las cubría adquirían un aspecto de maqueta recién terminada que en parte lo compensaba.








El ambiente estudiantil había tomado el centro, y lo disfrutamos tranquilamente con un café allí y un paseo allá. De noche volvía la música en vivo, las actuaciones de payasos para los niños, y los coros de mariachis. Entramos en uno de tantos bares, donde varios cantautores se turnaban para imitar a Pablo Milanés o entonar sus propias composiciones. Los únicos que no estábamos allí para cantar éramos Susana y yo, así que disfrutamos en exclusiva del concierto. Bueno, yo más bien lo sufrí, pues tengo una cierta incapacidad para prestar atención a las letras de las canciones, en seguida vuela mi pensamiento y me pierdo en otras cosas. Y dado que la música del género “cantautor” es siempre la misma, acabé más con dolor de cabeza que con paz de espíritu.








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