24/10/08

Martes 14 de Octubre de 2008





El esposo de nuestra amiga Iliana de Cuernavaca se encontraba en la ciudad dando su clase semanal en la universidad. Manuel acababa de regresar de sus congresos internacionales, y retomaba las clases, así que quedamos con él por la noche en una salida de metro de la zona sur de la ciudad para irnos en su coche a Cuernavaca y pasar un día con ellos. Teníamos hasta las 8 de la noche para hacer las últimas visitas por ciudad de México, un lugar que nos había cautivado con sus infinitos atractivos, muchos de los cuales dejaríamos sin ver, y su oferta cultural sin fin que tal vez algún día habría que disfrutar con más tiempo.

Empezamos por tomar nuestro último desayuno en una cafetería que ya nos había aficionado, y donde cada mañana en la capital tomábamos un buen café con rosquillas leyendo el periódico, casi siempre con fondo de música de Mecano o Sabina. Óscar nos había recomendado ver los murales del Palacio de Justicia, en el mismo Zócalo, y tras varios controles de seguridad entramos en el corazón de la máquina, llena de sedes ministeriales y de engominados con corbata. Algunos de los murales nos dejaron, en efecto, estupefactos, con una desgarrada denuncia de los crímenes de Estado, de la represión del año 68, o de la infamia de las cárceles y de la tortura policial. En uno incluso se sugería la violación de una detenida política por parte de sus captores policiales. No supimos cómo tomarnos aquel contraste; aquel edificio era la sede de los responsables de tales crímenes, y paradójicamente habían permitido una decoración semejante en sus pasillos. ¿Era recochineo? ¿Era una manera de desvincularse de los abusos y presentarse como el Estado nuevo que les pondría punto final? Más bien nos recordaban las palabras de Gema en la pulquería: aquél era el país de la risa, un lugar surrealista que no había por dónde cogerlo…

Saliendo al Zócalo hicimos un breve recorrido por las carpas de la feria del libro que había tomado toda su extensión. Editoriales alternativas ofrecían títulos subversivos frente al Palacio de Gobierno; volviendo al surrealismo, en un país como México, con un alto grado de represión política, había amplios espacios para la contracultura impensables en cualquier otro lugar del mundo.







Pasando el Palacio de Bellas Artes nos adentramos en el sector de los rascacielos y oficinas, otro contraste para la colección. Allí se mostraba el México más sofisticado, el que mezcla inglés en sus conversaciones y alardea de su última escapada a Miami. Preguntamos a una chica bien trajeada cómo llegar a una parada de metro próxima, y nos miró con cara de extraterrestre: no sabía, tal vez no había tomado el metro en toda su vida.







Haciendo tiempo hasta la cita con Manuel, entramos al cine a ver otra película mexicana: “Bajo Juárez”, un documental sobre los centenares de mujeres violadas, torturadas y asesinadas en la fronteriza Ciudad Juárez. La cinta reflejaba fielmente la impunidad y la corrupción en que vivía el país: sólo con la connivencia de las altas esferas de la Justicia y el Gobierno podía suceder algo así durante más de una década sin que nadie hiciese nada. Los únicos condenados por los crímenes, meros chivos expiatorios, tenían coartadas tan exageradas como que se encontraban viviendo y trabajando a 2.000 kilómetros de la ciudad el día de los hechos, y pese a ello se pudrían en la cárcel. Todo apuntaba a hijos predilectos de las familias más poderosas, las mismas que gobernaban el país y que, por supuesto, no estaban dispuestas a esclarecer los hechos ni a ponerles coto. Las muchachas eran llevadas por la fuerza a orgías privadas de la alta sociedad que siempre acababan en atroz asesinato. Un argumento similar a “Tesis”, de Amenábar.
Tal vez una sociedad construida alrededor de la exaltación del hedonismo acababa llevándolo a menudo al extremo; los alicientes y placeres se gastan, cuando son objeto único de consumo, y algunas mentes se van insensibilizando, y continúan buscando experiencias cada vez más extremas… ¿se trata de individuos enfermos, o de toda una sociedad enferma que produce tales individuos?

Recogimos nuestros bártulos de la posada, y tras otra entrañable experiencia a presión en el metro del DF, llegamos al punto de encuentro con Manuel. En las dos horas de trayecto hasta Cuernavaca, y después en su casa con Iliana, se nos pasó el tiempo charlando. Manuel era doctor en psicopedagogía, un intelectual que, pese a ser toda una figura, podía presumir de un genio alegre y de un ingenio vivaracho y divertido. Especialmente cuando nos contaba anécdotas de sus viajes por España con su perfecta imitación del acento extremeño.
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