4/10/08

Jueves 18 y Viernes 19 de septiembre de 2008

Llegaba el momento de abandonar Oaxaca y continuar; la primera opción que habíamos considerado era la de saltar directamente a Puebla. Pero también podíamos tomar un autobús hacia el sur, a San José del Pacífico, y plantarnos en un paisaje alpino justo antes del océano, para desde allí bajar hasta las playas después regresar al interior. Tras varias semanas tierra adentro no parecía mala idea relajarnos con la montaña y después el mar, y dejar la abarrotada ciudad de Puebla para más adelante.

Pero antes había una visita obligada a unos pocos kilómetros de Oaxaca: el Tule, el árbol más grande del mundo, y uno de los más antiguos todavía vivos. Al final de nuestra calle llegamos a la terminal de segunda, y allí tomamos el colectivo hasta Santa María del Tule, la localidad que lo albergaba. Como no destacaba por su altura, sino por su extraordinario grosor, cuando nos bajamos del colectivo y ya lo vimos aparecer junto a una colorida iglesia colonial y tras una elegante verja, no sentimos especial sorpresa. Pero acercándonos un poco más a la reja y entrando en el parquecito que lo rodeaba, nos topamos con un impresionante monumento de la Naturaleza. Aquel sabino de unos 2.000 años de edad, 14 metros de diámetro y 58 de perímetro era uno de los seres vivos más longevos de la Tierra. Adorado por los indígenas, resistió los rayos y el paso de los siglos, y se pudo librar por poco de ser convertido en muebles por un comerciante de la capital. No quisieron los indígenas aceptar la suma de dinero que ofreciera por él, demostrando una vez más tener más sentido común que los occidentales. Frente a aquella maravilla me habló Susana de otros indígenas, los de la isla índica de Tivea, que se compadecían de los europeos, esos hombres que acumulaban cosas y más cosas sin saber por qué. Los tiveanos sabían que por mucho que se empeñe el Hombre en hacer cosas grandiosas, nunca puede alcanzar a compararlas con las que hace la propia Naturaleza. Allí estaba, majestuoso, el Tule, dando la razón a los tiveanos.







Volvimos a Oaxaca a por nuestras mochilas, y caminamos hasta la terminal, unas cuadras más abajo. El autobús a San José del Pacífico era una destartalada lata vibrante y ensordecedora, que con todo fue capaz de atravesar los amplios valles de vegetación somera, cactus y agaves, hacia las altas y oscuras montañas que poco a poco se fueron aproximando desde la lejanía. La vieja cafetera consiguió ascender hasta los 3.300 metros sobre el nivel del mar, mientras a mí me empezaba a doler la cabeza en aquel aire enrarecido y frío.







San José era un pueblito, apenas unas casas, entre empinadas laderas cubiertas de pinares por las que se encaramaban las nubes que llegaban desde los valles que, mucho más abajo, continuaban descendiendo hasta el océano. Su fuente principal de ingresos era el turismo; pero un turismo particular. De hecho pocos visitantes se aventuraban a caminar por sus paisajes de bosque húmedo casi alpino. Porque a lo que se venía a San José era a comer hongos alucinógenos, a emprender supuestos viajes astrales distorsionando la intención original de los indígenas que los utilizaron en sus ritos. En las cabañas más altas del pueblo, con las vistas más envidiables de todas, encontramos alojamiento económico. Allí mismo almorzamos casi a las 5 de la tarde, mirando la infinita sucesión de montañas que aparecían y desaparecían entre gasas de nubes que evolucionaban a toda velocidad, movidas por el helado viento de las alturas, desplomándose sobre los árboles enormes, ascendiendo las laderas, girando en volutas al raspar las cumbres. Al final se adivinaba, sin verse, el océano entre brumas, y algunos rayos de un sol muriente coloreaban tibiamente la postal. Por algo era el lugar elegido por los comehongos para sus viajes.








Bajamos a tomar un café a un barecito apañado del pueblo, con estufa y música de jazz para caldear el ambiente. Roberto, un joven maestro del pueblo, vino a charlar con nosotros. Nos contó su día a día con los niños en la escuelita de la comarca, de cómo el maestro era casi tanto como el padre para ellos. Según decía, eran tan limitados los recursos que la gente no tenía ni para comer en condiciones, tortas de maíz y frijoles eran toda su dieta. Roberto compraba de su bolsillo leche para repartir entre los niños. La actividad principal de las comunidades, además de la recolección de los hongos alucinógenos para los turistas, era talar los árboles de los ancianos bosques de las montañas; y eso era pan para hoy y hambre para mañana. Con sus niños plantaba árboles, y regándolos y cuidándolos día a día contribuía a un cambio de conciencia que tal vez daba cabida a la esperanza. Y además de las asignaturas programadas, trataba de transmitir valores y conocimientos tradicionales, tan alejados de la loca carrera occidental a ninguna parte. Los conocimientos que se suelen impartir, decía, eran inútiles para niños que nunca tendrían la oportunidad de seguir estudiando. Sólo servían al gobierno, que dotaba a los chavales de la cultura básica para ser empujados como mano de obra barata a engrosar los cinturones depauperados de las ciudades.
Cuántos maestros como Roberto hacían falta en este mundo, cuántos…

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A la mañana siguiente amanecimos helados, y el cielo seguía encapotado y lluvioso. Desde las cabañas salía una sendita que se internaba en el bosque hacia la cumbre, y después de desayunar decidimos hacer una ruta por ella. Con la suave pero continua llovizna se hacía necesario cubrirse con los impermeables, y el paseo algo embarrado se hacía no tan agradable; pero las brumas y el agua reverdecían los musgos y líquenes de los centenarios pinos y equisetos; envolvían en magia los helechos, las orquídeas y las flores de colores visitadas por colibríes y mariposas. De pronto nos encontrábamos sumergidos en un paisaje céltico, de hadas y duendes, de verdores misteriosos y sonidos evocadores. Y aunque acabamos helados y empapados, el paseo bien valió la pena. Tan espeso era el bosque que, para no perdernos, cada vez que se bifurcaba la ligera senda andábamos listos en dejar alguna marca en el suelo, algún tronco alineado con la ruta de vuelta. Así, haciendo un recorrido circular por aquel laberinto, supimos dar con nuestro camino de regreso sin tener que volver sobre nuestros pasos, ni desorientarnos peligrosamente.







De vuelta al pueblo escuchamos la música de una animada charanga que bien pudiera haber sido navarra o aragonesa, y que a mí me hizo sentir como en casa. Pero cuando preguntamos nos dijeron que no se trataba de fiesta alguna, sino de un entierro a la manera de los indígenas. Por más que nos encontrásemos en tierra extraña, no dejaban de sorprender a cada paso los paralelismos y similitudes de este pueblo con el nuestro.

Un mexicano que se acababa de hospedar en la cabaña contigua a la nuestra compartió con nosotros el bellísimo atardecer sobre el mar de nubes. Había venido a lo que todos, a tomar los hongos alucinógenos. Nos contó que el “viaje” llevaba a un punto de perspectiva desde el que se podían apreciar con otro enfoque los problemas cotidianos que a cada cual acuciasen, y entenderlos mejor, de manera que era fácil encontrar soluciones que de otro modo no se hallarían. O también descubría un mundo nuevo de color en el que la Naturaleza brillaba con un esplendor especial, mostrando su riqueza y su despliegue de vida de un modo asombroso. A veces los propios elementos de la Naturaleza cobraban vida para contar al “viajero” secretos y sentimientos… Parecía toda una experiencia que tal vez deberíamos de haber probado; pero yo nunca he sentido curiosidad por perder el control de mis sentidos y de mi pensamiento, y aquélla no iba a ser tampoco la ocasión de hacerlo. Nos conformamos con las espectaculares vistas desde nuestro rinconcito encaramado en el risco. El frío nos había recogido el ánimo, la ventisca de la noche helaba los huesos, y el ascenso a la cabaña desde el pueblo se hacía duro por lo enrarecido del aire. Por la mañana sería buena idea viajar al mar y respirar de nuevo su humedad salina.







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