11/10/08

Lunes 29 de Septiembre de 2008

La ciudad era demasiado cara para nosotros, y después del recorrido del domingo parecía buena idea dar otro salto, y llegar por fin a la capital del país. Teníamos muchas ganas de conocer el DF, pero tantas veces habíamos oído que era una de las ciudades más peligrosas y violentas del mundo, que de buena mañana andábamos hechos un manojo de nervios. Nos separamos durante unas horas, y mientras Susana se recorría sus platerías en busca de alguna ganga, yo caminé por algunas otras calles del laberinto Taxqueño. Nos reencontramos a medio día para tomar un café en la plaza de la catedral, recoger nuestras mochilas, y caminar a la estación de autobuses: destino, México. En seguida abandonamos las montañas de Taxco, y tras el valle inclinado de Cuernavaca, comenzamos el ascenso de la verde barrera montañosa que rodeaba el valle de México, el protegido enclave donde los Aztecas construyeron su capital Tenochtitlán, y forjaron su imperio.

Una primera sorpresa: al menos por el sur, llegábamos a la megalópolis por una zona verde y despejada hasta la misma ciudad, y en todo el recorrido hasta la estación de autobuses no vimos chabolas ni ciudades miseria como las que rodean todas las capitales de este lado del mundo, en las que se apiñan seres de mirada perdida, y serpentea una malgama de pavorosos peligros para el visitante inexperto. Luego comprobaríamos que por otras salidas de la ciudad las había, extensas y paupérrimas, pero México nos recibía con un agradable y saludable sabor que alejaba un poco los temores y aplacaba el nerviosismo que traíamos con nosotros. De la estación al centro viajamos en metro, y tampoco detecté la atmósfera peliaguda y punzante de tantas otras ciudades sudamericanas. Eran las 4 de la tarde, y en el metro no palpitaba un bullicio de vampiros, sino de gente sencilla que iba y venía de su trabajo. No había que confiarse, pero el susto se iba convirtiendo en risa, no era para tanto. Como todos los rincones que habíamos visto hasta entonces, se trataba de una ciudad impecablemente limpia, ordenada y civilizada, que en algunos aspectos recordaba a Madrid.







Nos bajamos en la estación del Zócalo, el centro neurálgico del antiguo Tenochtitlán, y después de la capital de Nueva España. La prueba de fuego podía llegar en el tramo a recorrer calles arriba en busca de pensión; pero de nuevo se quedaba en agua de borrajas, y un apacible ambiente urbanita nos acogía sin que atrajésemos las miradas. Algo cansados de lo cutre y cochambroso, nos decidimos por un alojamiento ligeramente más caro, pero limpio y cómodo, y en seguida salimos a caminar sin la arriesgada carga de nuestras mochilas. Todo parecía un mito: agradables calles repletas de gente, cafeterías y pastelerías alrededor de la legendaria calle Tacuba donde los trajeados profesionales tomaban un aperitivo después del trabajo; multitud de estudiantes curioseando en las librerías, y un regusto de ocasión especial flotando en el aire.








Cenamos en un garito familiar, disfrutando de dos tipos de aspecto canalla y bohemio, ya rozando la cincuentena en sus melenas cuidadas, que cantaban con una guitarra desgarradas canciones de amor, amenizando nuestra comida sin quererlo. Cuando se despidieron para marcharse, uno de ellos se disculpó por haber cantado tantas “fresitas”, como él las llamó. Le pregunté si es que estaba enamorado, y con una sonrisa nos dijo que, ¿cuándo no…?







De noche, en el Zócalo no disminuía la algarabía. Detrás de la catedral dos grupos de danza y percusión llenaban de ecos étnicos las oscuras ruinas del Templo Mayor azteca. Vestían con plumas y túnicas tratando de imitar a los antiguos Señores del lago Taxcoco, en un frenético baile rítmico colectivo que vencía el frío considerable que hacía desde que se ocultara el sol. Después sabríamos que se trataba de sectas milenaristas, que seguían un refrito de la religión de los antiguos pueblos mexicas, y que esperaban el supuesto fin del mundo anunciado por los mayas para el año 2012. Tras un buen rato observando sus estéticos movimientos, Susana preguntó a uno de ellos, sentado en unas bancadas alrededor de los danzantes. Decía ser profesor de biología en la UNAM, la Universidad Autónoma de México, pero no demostró mucha lucidez ni rigor en el rollo proselitista que nos contó, un revoltijo inconexo de ideas entre tradiciones mayas, pseudociencia, milenarismo del fin del mundo, y conceptos mal entendidos y peor hilados de física cuántica… Razonamientos del tipo “los mayas inventaron el cero; el cero y el uno son la base de la informática, luego los mayas regalaron al mundo la informática, y por tanto la robótica, la biomedicina,…” Cuánta gente no se verá desbordada por la aparente sabiduría de caraduras como éste; pero a mí lo que me daba era risa, eso sí, una risa algo acongojada, por saber lo fácil que es engatusar al prójimo prostituyendo conceptos de ciencia, siempre fuera del alcance de la mayoría de la gente. Entre tanto los danzantes seguían invocando a sus dioses al son de timbales, ocarinas, y conchas convertidas en tubas.
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