24/10/08

Viernes 10 de Octubre de 2008

El viaje iba llegando a su recta final; bueno, bien es cierto que nos quedaban 17 días de viaje, y cualquiera diría que es el tiempo del que dispone el común de los mortales para hacer el viaje de su vida. Pero con las dimensiones de México, sin haber desperdiciado mucho el tiempo, todavía teníamos todo el norte por conocer, y miles de kilómetros de recorrido para regresar a Cancún con tiempo de tomar el avión. Ya hacía tiempo que habíamos decidido disfrutar con tranquilidad del sur y el centro, y dejar para otra ocasión el extenso norte. Aquella mañana tomamos el autobús a Zacatecas, nuestra parada más septentrional, y la última antes de iniciar la ruta de regreso hacia el sur y hacia Yucatán.

Dejamos nuestro querido chamizo de lo alto del cerro de Guanajuato, y recorrimos de nuevo las calles del valle en dirección al mercado cubierto. Desayunamos allí y cogimos el autobús a la estación. Teníamos que hacer escala en León, una ciudad industrial con poco que ofrecer al visitante.

Solíamos escuchar la radio para amenizar los recorridos diurnos. Un anuncio en la emisora de Guanajuato nos llamó la atención: “¿Quieres participar en el rodaje de una película? Si tienes tez blanca de tipo europeo, llama al…” La segregación racial seguía como toda la vida; ni si quiera escondían por vergüenza esta realidad inconfesable, y no bastaba con que, efectivamente, todos los tipos y tipas que salían en la tele o en los carteles publicitarios, desde el comentarista de las noticias hasta el actor del anuncio de yogur, fuesen blanquitos de pura cepa en este país abrumadoramente mestizo e indígena.

En León no tuvimos tiempo de visitar el centro, que todavía guardaba un par de detalles del pasado colonial. Seguramente fundada por leoneses de la península con un tanto de nostalgia, habían imitado su catedral en una versión reducida, pero manteniendo el esplendor de sus vidrieras policromadas. Nos quedamos sin verlo, y tan sólo almorzamos alrededor de la estación antes de tomar el siguiente autobús hacia Zacatecas.

En la carretera eran frecuentes los controles militares. El Narco y el Estado se habían enzarzado en una aparente guerra que parecía todo un desafío al poder establecido; las noticias de matanzas entre bandas y contra policías eran diarias, y el efecto notable para nosotros era que cada poco y en cada carretera, un efectivo armado hasta los dientes revisaba pasajeros y equipajes. Varios soldados entraban fusil en mano en el autobús, y pedían la documentación a quien encontraran sospechoso. Susana tuvo la tentación de hacer una foto disimulada con los militarotes dentro del autobús, y aunque le dije que no estábamos en Madrid, no conseguí disuadirla. Uno de ellos la vio, y con rostro desencajado e intimidante y voz amenazadora, vino corriendo a preguntar si había tomado una fotografía. El corazón de Susana se debió poner al galope, y se quedó paralizada balbuceando una respuesta. Yo le contesté por ella tranquilamente, casi mostrando indiferencia, que estaba viendo fotos del día anterior; y aunque no quedó muy convencido, se marchó sin saber qué contestar o qué hacer. Susana se quedó asustadísima, dándose cuenta de que no se trataba de soldados europeos; que estaba en un país hispanoamericano donde los militares habían hecho desaparecer a millones de personas durante el último medio siglo, masacradas por cualquier idea política o casi por capricho. En fin, que en lo sucesivo no era cuestión de andarse con tonterías con ellos.

Seguíamos por un paisaje semidesértico de lomas suaves, cárcavas profundas de las escasas y torrenciales lluvias, y el típico decorado de espinos y cactus gigantes de las películas del oeste. Zacatecas era una ciudad con un extraño aspecto de alfombra acomodada sobre suaves colinas, sin ningún edificio cuya altura destacase sobre los demás. Detrás de ella se elevaba una montaña un poco más alta con un afloramiento rocoso peculiar, a cuyo mirador llevaba un teleférico que partía del lado opuesto de Zacatecas.











Tampoco era un lugar barato para alojarse, y para cuando encontramos algo ajustado a nuestras pretensiones, ya habíamos recorrido las calles más llamativas de la ciudad. Muy venida a menos, la ciudad había conocido el esplendor de la minería platera, y disponía de un centro monumental elaborado en cantería rosada, que era presidido por una espléndida catedral de portada churrigueresca. Sus plazuelas se llenaban de gente paseando al atardecer; actuaciones de payasos concentraban en una escalinata a las familias con niños, y entre sus cafeterías y soportales se repartía una nutrida vida estudiantil. Era una ciudad que a menudo recordaba a Granada, en su arquitectura como en su ambiente.







Se nos hizo de noche paseando por sus calles; de repente se empezó a oír música de charanga, con un inequívoco sabor bajoaragonés o navarro. De un callejón apareció una peña de estudiantes, no menos de 300, que bailaban recorriendo las calles al son de la charanga. Cuando encontraban una pareja salían al unísono a la carrera, y los rodeaban chillando “¡Beso, beso, beso…!”, para celebrarlo después con un griterío. Así, sin esperarlo, me encontraba en algo muy parecido a la Vaquilla de Teruel, y casi me emocioné. Nos contaron que se trataba de las “callejoneadas”, una tradición de estudiantes que se repetía cada viernes y cada sábado por la noche. Eso sí, llamaban tamborazos a las charangas. Qué curioso me resultaba que dos pueblos con tanto en común, casi dos versiones calcadas en mundos paralelos, se ignorasen y se desconociesen infinitamente.
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