1/11/08

Miércoles 22 de Octubre de 2008

Chichén Itzá, otra de las monumentales ciudades-estado del antiguo mundo maya, se encontraba como las demás en medio de una llanura sin fin que, tal vez un día, fue convertida en un secano estéril, pero que siglos después mostraba una envidiable cobertura vegetal como un mar que se perdía en el horizonte cuando se topaba con la fortuna de poderlo divisar desde alguna pirámide más alta que el entorno. A veces me daba la impresión de que la construcción de pirámides no había sido más que una necesidad vital de aquel pueblo por ver algo más allá de las copas de los árboles.

Comenzamos la mañana bien temprano, y anduvimos los escasos kilómetros de la tranquila carretera que llevaban a las ruinas. Después de pasar el inesperado edificio de hormigón con aspecto de museo de arte moderno de la boletería, entramos en un tupido bosque que, tras unos cientos de metros se abría en una explanada despejada, con la mole majestuosa de la pirámide tal vez más conocida de los mayas. Su estética era impecable, ofreciendo por el este una primera impresión de líneas perfectas, de recién acabado. No era especialmente grande, y nada en comparación con la magnitud de Teotihuacán. Pero allí brillaba soberbia, sobre un verde retocado por el plomizo cielo que nos recibía. Le dedicamos tiempo, y varias vueltas alrededor, para descubrir que otras caras de la pirámide no habían pasado impunes el túnel del tiempo, desconchadas y algo arruinadas hoy. Los guías cuadriculaban el círculo para tratar de conseguir, en una aritmética engañosa, los números mágicos de los mayas a partir del número de escalones, o de niveles, o de lo que más a mano les venía. Algo que era innegable era que, por curiosidades de la casualidad, o por un dominio asombroso de algún rudimento de física acústica, los mayas habían dotado a su pirámide de una característica extraña: si se daba una palmada en cualquier punto de su alrededor, el eco volvía no convertido en muchas palmadas, sino en una especie de croar de ranas, un aullar de seres diabólicos.







Seguimos una senda que se adentraba en la espesura, una calzada adoquinada por los mayas y que conducía a un cenote, casi oculto por los árboles. El agua aparecía abajo, de un tono verde opaco de algas y musgos. Dando un rodeo dejamos atrás el injustificable hotel que ocupaba una gran extensión de la antigua ciudad; bajo sus edificios seguramente habían quedado sepultadas muchas construcciones que ya nunca más podrían confesar sus claves acerca de la Historia maya. Como siempre, el poder del dinero cual caballo de Atila.

Al poco aparecía el patio de las mil columnas, una extensa construcción porticada que alguna vez fue techada por palapas de guano; y tras ellas otra plaza extensa, en cuyo espacio los descendientes inmediatos de los grandes mayas habían edificado pequeñas estructuras con las viejas piedras desmontadas de las ruinas, tal vez para maravillarse a diario del antiguo poder y sabiduría de sus ancestros. Tras unos árboles un mercado, con sus altas columnas cilíndricas que ya no sostenían ninguna cubierta.







Pasamos enfrente de la pirámide principal para dirigirnos al sur. Unas monjas de la orden de Teresa de Calcuta ofrecían una estampa inusual a los pies del gran templo, y a nuestra derecha se elevaba la plataforma escalonada sobre la que aún permanecía impávido el Chac Mol, el monolito con forma humana reclinada boca arriba que servía para hacer sacrificios según unos, o para quemar ofrendas según otros. Dejando atrás los edificios tomamos otra vieja calzada, al final de la cual se llegaba al cenote mayor, un gran pozo verdoso de paredes verticales en cuyo borde aún se distinguían los restos de un templito desde el que se arrojaban las ofrendas al inframundo, representado por sus aguas turbias. Allí se habían hallado fenomenales piezas de oro, de jade, cerámica funeraria y votiva.









Todavía quedaba el juego de pelota, tan grande como un estadio, y con monumentales paredes de piedra, el más grande de toda América, y que de nuevo amplificaba cualquier sonido con su eco. Algunos relieves junto a los aros por los que había de ser colada la pelota daban testimonio de que la competición era a muerte, y que uno de los dos equipos era sacrificado a los dioses. Lo que todavía no estaba claro era si el equipo vencedor o bien el derrotado, era el que era ejecutado ritualmente.









Con todo, Chichén Itzá era magnífico y digno de visita; pero si teníamos que escoger un enclave arqueológico maya, ganaba Uxmal por diferencia; también Calakmul, con su entorno de ruina perdida en la selva era digna de mención. Pero la belleza de los edificios de Uxmal ganaba a todas las demás ciudades mayas que habíamos visto.

Volvimos caminando a Pisté, y después de comer algo tomamos el colectivo a Valladolid. Queríamos llegar a Chiquilá, un pueblo de la costa norte del Caribe, antes del anochecer. Pero el camino se hizo interminable, y se nos hizo de noche antes de llegar si quiera al cruce de El Ideal, donde había que tomar otro transporte que tardaba casi tres horas en llegar al mar. Ya no había más autobuses que hicieran la ruta antes de la mañana, así que decidimos tomar otro autobús que acertó a pasar en ese momento en dirección contraria, para acercarnos, a un par de kilómetros, al centro de El Ideal, un pueblo sin atractivo alguno en medio de la carretera, pero que al menos disponía de un hotelito donde pasar la noche.
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