30/11/08

Lunes 17 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Petrohue, en la falda del volcán Osorno, a Río Puelo, en la falda del volcán Yates: 99 km
Recorrido total: 1.178 km






Amanecer a los pies del fabuloso volcán brillando bajo el sol fue todo un privilegio. El barullo violento del río no me había molestado para dormir; al contrario, me había reconfortado con su espíritu de madre Naturaleza. Recogí las cosas mientras me peleaba con el bicherío que intentaba picotearme, y harto de ellos conseguí ponerme en marcha. Unos kilómetros más abajo, volviendo por el camino de cenizas volcánicas, paré cerca de un famoso salto del río. Antes de entrar a verlo desayuné en el kioskillo de la puerta del parque, charlando con el camarero, un tipo guasón al que no parecían acudir los bichos. Dejé la bici a su cuidado y, cruzando el bosquecillo por unas pasarelas de cemento, llegué a los imponentes rápidos del río Petrohue, que se desplomaba por unos toboganes basálticos con una furia que amenazaba con destrozar todo lo que tuviera la mala fortuna de caer al agua.







Seguí después la ruta hacia el sur, dejando atrás poco a poco la perspectiva del volcán que me había acompañado los últimos días. En medio del deshabitado bosque encontré un restaurante justo a la hora del almuerzo, en la única casita que me crucé en muchos kilómetros. Un dinamitero que trabajaba en las obras de pavimentación del camino comía en otra mesa, y observaba las noticias de la televisión. Hablaban de alcaldes corruptos, robos y alguna pelea, cosas sin importancia en cualquier otro país de la región; pero para los chilenos, no acostumbrados a estos casos, era indignante y preocupante. En seguida alzó la voz para afirmar que con Pinochet estas cosas no sucedían. Los partidarios de la dictadura no tenían reparos en proclamar sus opiniones, a diferencia de los herederos de Allende. Me dijo que, con el ejército en el poder, no había quién se atreviese a robar una gallina, porque al día siguiente desaparecía. Pero ahora, lo que sucedía al día siguiente era que el delincuente salía en libertad. No era para tanto lo que contaban en la televisión, pero con el aire de drama que le daban los periodistas, no era de extrañar que hubiera gente que se aferrase a posiciones tan radicales.












A mediodía llegué al estuario Reloncavi, un brazo de mar que penetraba entre montañas por más de 50 kilómetros. El camino bordeaba la orilla sur a poca altura. Por fin sentía el helado aroma del mar, ya tan cerca del extremo sur del continente, a merced de las salpicaduras climáticas de la Antártida. Sus aguas, encajadas entre altas cumbres nevadas desde las que descendía un espeso bosque, sólo acogían de vez en cuando la vida humana en forma de pequeñas granjas perdidas en la inmensidad. El único núcleo de población considerable, Río Puelo, no era sino un reducido número de casitas dispersas en el bosque, rodeadas por un paisaje sobrecogedor, en un amplísimo valle acordonado por cimas y nieve. Unos kilómetros después me alcanzó el atardecer. Me acomodé en una pradera a pocos metros de una cascada, a los pies de otro volcán que dominaba el paisaje circundante. Antes de que la energía del pedaleo se me esfumase y me quedase frío, me desnudé para darme una ducha en la cascada. Cuando la noche va a ser fría, es importante quitarse el sudor y el salitre; si no, la sensación de humedad no se despega de la piel, y se acaba pasando frío por más ropa y mejor saco de que se disponga.





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