19/11/08

Sábado 15 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Osorno a Puerto Octay: 60 km
Recorrido total: 1000 km

En realidad me había propuesto quedarme un día entero en Osorno, y dejar por unas horas la tiranía de la bici para recuperar fuerzas. Pero la cabra tira al monte, y antes del mediodía ya tenía claro que me marchaba. Pasé la mañana paseando por las calles del centro. Osorno era una ciudad, como todas las del país, carente de encantos o atractivos. Sus calles comerciales se componían de edificios modernos de hormigón y vidrio; y sus calles residenciales, de casitas de madera con terrenito alrededor; un paisaje original, pero homogéneo una vez conocido. Para ayudarme a retomar la bici, había salido un día de radiante primavera, y el sol empezaba a arrancar los abrigos a la gente.







Después de almorzar regresé a la pensión a por mis cosas, y me puse en marcha. No me quedaban ya muchas horas para la bici, pero con una poca suerte llegaría a Puerto Octay a tiempo para ver el atardecer sobre el lago y los volcanes que seguro se habían de ver reflejados en él. Pero me esperaba otra etapa para desesperarse; ahora que me dirigía de vuelta hacia el este, el viento había cambiado de dirección para vérselas de nuevo de cara conmigo. En uno de los momentos de más agotamiento por la pelea con el viento, encontré un hostal de carretera con restaurante. Lo llevaba una señora de origen alemán, que había convertido su espacio en una pequeña embajada bávara. Muchos de los habitantes de esta zona de Chile venían de aquel país, y aunque ya latinizados por siglo y medio en su tierra de acogida, mantenían intactas muchas de sus tradiciones, y una refinada educación y buen gusto. Por fin probé el kuchen de mantequilla, un pastel alemán de sabor suave. María Hexe había recuperado el contacto con su familia en Alemania, y los había visitado varias veces allá. Pero aunque admiraba el orden y la perfección de Europa, ella se quedaba con los infinitos campos solitarios, con las montañas y los lagos de Chile. Allá parecía todo el mundo loco por trabajar, trabajar… sin tiempo para las pequeñas cosas, le parecía una vida poco humana, y se imaginaba que tal vez los alemanes de hacía un siglo tenían mucho más en común con ella y su estilo de vida chileno, que con la Alemania de hoy. La verdad es que en aquel país difícilmente se podría permitir vivir en un lugar idílico y espacioso como el que su casa y su granja ocupaban en una loma desde la que se divisaban los volcanes y un gran río cristalino rodeado de bosques. Justo cuando estábamos hablando llegó una comitiva de coches antiguos, una concentración que tenía lugar de vez en cuando en la casa Hexe, y que llenó de un colorido de época el jardín de la entrada. Era momento de marcharme, y continué mi camino.











Al final de una leve cuesta se encontraba Puerto Octay. Cerca de un lago, pero separado de sus vistas y de las del volcán por un cerro empinado, tenía mucho del sabor de un pueblito alemán de otros tiempos. Las casas de la plaza eran de madera, pero con cantidad de detalles, ventanales y tejadillos, torres y porches columnados; eran diferentes de otros pueblos chilenos. Encontré un cuchitril de precio razonable donde dejar mis cosas, y con la bici más aligerada me dí un paseo hasta el lago. Para eso había que ascender la rocha tremenda al cerro, sobre el que se asentaba el cementerio, y algunas casitas cochambrosas de la gente más humilde del pueblo. Sin duda, los que disfrutaban de las mejores vistas del lago y los volcanes, eran los difuntos. Vamos, que en aquel pueblo daban ganas de morirse, sí que parecía cumplirse lo de pasar a mejor vida. Entre cruces con apellidos alemanes disfruté de la panorámica del lago más grande de Chile, del volcán Osorno y de otros menores; y de la compañía de unos chiquillos que dejaron sus bicis para preguntarme por mi viaje y por mi país. Pero no quise alargarlo demasiado. Me había quedado con ganas de un poco de comodidad y menos intemperie, así que regresé a por mi libro de compañía, y busqué el barecito más cálido de la plaza para devorar sus páginas después de una cenita rica.






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