30/11/08

Jueves 20 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Puerto Montt a Ancud, isla de Chiloé: 125 km
Recorrido total: 1.384 km







Fue un error tomar el camino de tierra que, según el mapa, bordeaba la costa hacia el sur por el lado oeste del golfo. Durante más de 50 kilómetros peleé con un canchal infame y con la polvareda que levantaban los coches. Y a cambio tal vez conseguí ver el mar a lo lejos un par de veces, desde un paisaje pelado y empolvado. Cuando por fin regresé al asfalto de la Panamericana me tiré de los pelos: ni la carretera era tan estrecha y peligrosa, ni había tanto tráfico como me habían contado. Aquello era una gozada comparado con el camino.






El paisaje no debía de estar muy mal, pero malacostumbrado a montañas, volcanes, lagos y bosques encantados, sus pobres eucaliptos raquíticos y sus praderas planas no me parecían gran cosa. La carretera llegó por fin al sencillo embarcadero del que salían los ferries para cruzar los pocos kilómetros a la isla de Chiloé. Pelícanos, delfines y gaviotas acompañaban el paso ruidoso de la barcaza, mientras charlaba con dos chavales de la tripulación. Al poco desembarqué en Chacao, la orilla norte de la extensa isla. No quedaba lejos Ancud, una ciudad de tamaño mediano con cierto encanto, según decían. Así que me puse en camino para llegar antes del anochecer.

Tanto me habían hablado de la belleza de la isla que, recorriendo su suave relieve sin estridencias, escaso de bosque y repleto de serias praderas castigadas por el viento, no podía imaginar cuál era el atractivo del lugar. Tal vez para un habitante de los desiertos que rodean Santiago, esta campiña medio inglesa resultaba evocadora. Pero a mí me estaba decepcionando un poco, incluso cuando por fin divisé Ancud, en medio de una sucesión de bahías, islotes y cabos que rodeaban la ensenada de la ciudad. Un temporal de viento y conatos de llovizna agrisaban el día y azotaban la negra arena de la playa con más negras olas. Sólo las vacas en los prados, y los cisnes de cuello negro y las gaviotas en las revueltas aguas parecían encontrarse en su elemento. Todo lo demás, todo lo humano, desprendía un sabor de naufragio, de arrimado a la fuerza a un rincón inhóspito. Bueno, tal vez sería culpa del día, o tal vez de mi estado de ánimo solitario, que ya eran muchos días conmigo mismo.






Encontré habitación en el calor de un hospedaje familiar cerca de la Plaza de Armas. La ducha hirviendo me descongeló el ánimo y me devolvió un poco de vida para salir a pasear por el pueblo. Sus calles, barridas por la ventisca, sólo acogían a alguna pareja de jóvenes incondicionales, y a algún marinero borracho que trataba de tenerse en pie, o que ya dormía apoyado contra los soportales de una casa. En el paseo marítimo, que se asomaba al océano por el oeste, una extraña claridad en el horizonte sorprendía más tarde de las 10 de la noche, y el aullido del viento, el batir de las olas y el crujir de las tablas de las barcas despertaba reminiscencias de Edgar Allan Poe.
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