7/11/08

Miércoles 29 de Octubre de 2008





Dormí unas pocas horas en el tercero de los aviones, el que me llevaba a Santiago. Las primeras luces del alba delineaban el colorido cielo sobre las aserradas cumbres de los Andes, presidiendo la capital de Chile. Ni si quiera se había levantado el sol sobre ellas cuando ya me encontraba listo con mi mochila y a la puerta del aeropuerto. No tenía una guía de Chile, así que ignoraba incluso dónde alojarme en Santiago. Durante el trayecto había buscado sin éxito algún otro viajero de mochila que tuviese una guía del país; por fortuna había una librería en el aeropuerto. Allí pude buscar el nombre de una pensión económica, y además muy útil, porque el dueño conocía Chile como la palma de su mano y podía recomendar rutas y lugares de interés. Estuve haciendo tiempo para no salir a la urbe antes de que las calles se llenasen de gente. No quería jugarme el tipo en una ciudad que desconocía. Pasado un tiempo prudencial, tomé un autobús que me llevase al centro, y ya por el camino me di cuenta de que Santiago no tenía el aspecto sórdido de otras ciudades hispanoamericanas. Parecía más bien una ciudad dinámica y moderna, y casi la totalidad de la gente que se veía en la calle se dirigía inequívocamente a su trabajo. Esto que parece una trivialidad no es común en Hispanoamérica, donde la mayoría de la gente se levanta muy pronto para tratar de buscarse la vida de cualquier manera; y algunos de ellos cuchillo en mano, si es menester. Con ello se fue tranquilizando mi ánimo, y me sentí seguro para salir a explorar.

La pensión que buscaba se encontraba al final de una calle industrial, apartada de todo. En cualquier otro país de la región no me hubiese aventurado con mi equipaje en un lugar como aquél, pero Santiago se veía saludable, más incluso que muchas zonas de Madrid. Tanto es así que, cuando descubrí que la pensión que buscaba ya no se encontraba allí, sino que se había trasladado al centro, no me importó caminar un par de kilómetros por las callejas en busca de su nuevo emplazamiento. Por fin llegué a Tales, un hostal que recomiendo a cualquier viajero que precise de un empujón para conocer Chile. A los cinco minutos de entrar, Scott, su dueño, ya me había dibujado en un mapa una ruta recomendable para conocer en bicicleta lo mejor del país.






Quería aprovechar el tiempo, y después de desayunar salí a recorrer centros comerciales y tiendas de bicicletas. Necesitaba adquirir el equipo completo para el viaje ciclista, saco de dormir y tienda de campaña incluidos. Me fui haciendo a la idea de precios y calidades, y decidí retirarme para consultarlo con la almohada antes de gastarme los cuartos.

La posada se llenaba de mochileros, y por la noche el mismo Scott, un americano de unos 50 años curtido en viajes, se convertía en el alma de la fiesta, y una relajada conversación entre amigos se establecía con facilidad. Volvía al paisanaje cosmopolita, como me decía una amiga.
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