15/11/08

Lunes 10 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Panguipulli a Puerto Fuy: 97 km

Tras unos pocos kilómetros de asfalto, volvieron el pedregal y las nubes de polvo al paso de cada coche que se perdía por el camino. Lo bueno de las sendas de tierra era su perfecta soledad, internándose en la naturaleza más indómita de Chile: montañas, lagos, bosques sólo perturbados por alguna casita de madera aislada y acomodada en una pradera arrancada al monte… Lo malo era que los pocos coches que pasaban me enrunaban, y literalmente me hacían morder el polvo.







Las lluvias parecían ya un recuerdo lejano, y una claridad cegadora resaltaba los cauces de agua, los volcanes nevados, y la miríada de cascadas que caían por los acantilados de basalto que cercaban los valles. Llegué a Coñaripe al final de otro lago más, cubierto de polvo de la cabeza a los pies, y con las articulaciones desencajadas por el traqueteo de las piedras.

Después de almorzar y recargar la despensa de las alforjas, tomé el camino de tierra hacia la frontera argentina. Los desfiladeros se hicieron más angostos, el bosque más espeso y viejo, y el perfil más empinado y matador. Los únicos habitantes que me cruzaba eran las águilas y halcones que acechaban a otras aves más pacíficas y ruidosas. A veces se hacía tan complicada la cuesta de piedras sueltas que no tenía más remedio que bajarme y empujar la bicicleta. Después de coronar el collado se abrió un amplio valle cercado por cumbres nevadas, y moldeado por otro río caudaloso y perfectamente transparente. Cada lago ofrecía un matiz que lo hacía diferente, especial.

El camino llegó a una bifurcación, de la que tomé la ruta menos usada en dirección a Puerto Fuy. Sus puentes de tablas casi destrozados, y los enormes baches en las empinaduras cubiertas de árboles y sombra, evidenciaban que pocos se aventuraban por allí. Incluso algún tronco derribado sobre el camino impedía el paso a cualquier vehículo algo más ancho que mi bicicleta. En efecto, no me crucé con nadie durante más de 40 kilómetros, disfrutando de las vistas encaramado a media altura de las montañas que recorría, como en un balcón abierto al valle y a la sierra cubierta de hielos que me miraba desde el oeste.







Al final del camino retomé la ruta principal, también de tierra, y me fue atardeciendo en los últimos kilómetros al destino del día, Puerto Fuy, el final de la carretera a orillas de un lago que debía cruzar en barco a la mañana siguiente, para poder así continuar hacia Argentina.







Puerto Fuy no era más que un grupo de casas al final de un espeso bosque sin luz, dispersas en un vallecito rodeado de un paisaje imponente, que presidían las siluetas blancas dos conos volcánicos consecutivos. Pero como fin de la carretera y punto de embarque, disponía de un par de alojamientos. Helen, que había partido de Coñaripe por la mañana, llevaba allí varias horas ya, tratando de reponerse de la paliza del día.Me quité el barrizal del cuerpo en una ducha reparadora, y salí a pasear bajo las estrellas. Las constelaciones diferentes del hemisferio sur me eran desconocidas, aunque no era la primera vez que las veía. Incluso la luna se veía extraña, como si le hubiesen dado la vuelta al dibujo de sus cráteres. La luz del cielo iluminaba las cumbres nevadas de un azul pálido fantasmagórico, y sólo algún perro asustado de mi presencia en la oscuridad me salió al encuentro.





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