30/11/08

Domingo 23 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Delcahue a Quellón, isla de Chiloé: 122 km
Recorrido total: 1.647 km






Como de costumbre, había programado el despertador relativamente temprano, pero me desperté sin mucha esperanza en que el clima me invitase a salir de la cama. Sin embargo, al echar un vistazo tras la cortina de la ventana, alcancé a ver entre legañas un inusual cielo azul que me sacó de las sábanas de un bote. Rápidamente recogí las cosas y bajé a desayunar un café al bar de la pensión. Para cuando hube enganchado las alforjas a la bici, el viento ya había traído las nubes desde el horizonte, y a los cinco minutos de iniciar la marcha tuve que parar a ponerme el impermeable. No había manera de librarse.






Subir la cuesta que salía de Delcahue con un impermeable de plástico de la cabeza a los pies no parecía mejor idea que hacerlo descubierto. El esfuerzo me puso a sudar, y vestido de plástico acabé más empapado que si me hubiese dejado regar por el chaparrón. Así, cuando al otro lado de la loma tomé la cuesta abajo, el airecillo y mi cuerpo mojado prepararon la combinación perfecta para helarme. No era éste buen clima para la bici; por algo era la primera vez que no elegía para un viaje de este tipo algún destino tropical, siempre en busca del perpetuo verano. Poco después llegué a Castro, la ciudad más grande de la isla de Chiloé; y aunque nadie me había hablado de ella, fue con diferencia la que más me gustó. Encaramada a una colina pegada al mar, estaba enteramente construida en madera, combinando esta hechura rústica con el urbanismo de una ciudad más o menos moderna. Los barrios de la parte baja, junto al mar, eran pintorescas hileras de palafitos coloridos, entre los que se amarraban las barcas de los pescadores. Una feria de artesanía centraba la zona portuaria, y entre las casitas se podían encontrar agradables cafeterías con ambiente de domingo. En una de ellas pasé un buen rato tratando de secarme y reponerme del mal cuerpo que me había dejado la emboscada de la lluvia.






Conforme me alejaba hacia el sur, la isla más se plegaba y su relieve se empinaba. No eran grandes las alturas, pero sí cansina la sucesión de subidas y bajadas a que obligaba cada surco montañoso y cada valle. Atravesé la vega de varios lagos, y los intensos verdes de su naturaleza algo más asilvestrada que en el norte. Chonchi, un lugar que sí me habían recomendado, me pareció un pueblo de lo más insulso, y nada en comparación con Castro, así que lo pasé rápidamente y continué hacia el sur. Estaba recorriendo el tramo final de la carretera Panamericana, la que cruza el continente americano desde Alaska hasta Chile. Y Quellón era el extremo sur donde acababan Chiloé y la legendaria carretera. Llegué allí con un frío casi polar cuando ya se esfumaba la última luz del día. Junto al puerto encontré alojamiento, y olvidé las penurias del recorrido bajo una ducha caliente. Hay gustos para todo, pero yo creo que no hay mayor placer en esta vida que darse una larga ducha caliente cuando el frío ya te ha llegado a los huesos.





.
.
.
.