30/11/08

Martes 18 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Río Puelo, en la falda del volcán Yates, a Puerto Montt: 81 km
Recorrido total: 1.259 km






El buen tiempo no podía durar, y aquella mañana volvieron el viento helado, las lluvias y el gris plomizo de los nubarrones. Con no poca pereza me puse en marcha por el caminito de tierra que seguía al fiordo por el lado sur. Conforme avanzaba hacia el oeste, la curva del estuario se iba abriendo hacia mar abierto, que ya se veía al final del recorrido, y el camino se quedaba desprotegido del azote impetuoso del viento del océano. La ventisca hacía ímprobo a veces el esfuerzo de avanzar, pero me consolaba con la idea de llegar a la ciudad de Puerto Montt, y pasar allí un merecido día de descanso, relegando la bici a un rincón.

Estuve a punto de pasarme el desvío a la rampa de la que salían los barcos que cruzaban el fiordo, cerca de su desembocadura en el mar. El camino continuaba unas decenas de kilómetros hasta algunos pueblitos escondidos del mundo, antes de interrumpirse definitivamente. Yo lo dejaría un poco antes, para cruzar el fiordo y seguir la carretera de la costa hasta Puerto Montt. Unas barcazas hacían el recorrido con cierta frecuencia, y con suerte llegué a tiempo de embarcarme, y no tuve que esperar ni cinco minutos antes de zarpar. El frío se había agudizado, y navegando las negras aguas bajo un cielo que se había cubierto ya por completo, mi ropa ligera de bicicleta no bastaba. En veinte minutos desembarcamos en la orilla norte, y en seguida busqué un restaurantito en el pueblo para entrar en calor con una buena sopa. Los kilómetros que seguían no eran muy difíciles, bordeando suavemente la costa de la bahía que conducía a la ciudad, sin grandes desniveles, entre lomas y campos más domesticados de lo que venía viendo los últimos días, pero siempre con el fondo de grandes moles montañosas y nevados.







Llegué de vuelta a la civilización de la ciudad con una sensación extraña, como de un náufrago que viera gente por primera vez en años. Estaba cubierto de mugre, de frío y del viento que se me adhiriese a la piel en las montañas del interior. Puerto Montt crecía a lo largo de un paseo marítimo y de un activo puerto que ensuciaba las aguas, tan limpias sólo unos kilómetros antes. Mucha gente paseaba a esas horas, o tomaba los rayos de un sol muriente que había vuelto a asomarse tras la línea de nubes, ya rozando el horizonte. En las callejas cercanas a la terminal de autobuses, poco antes del puerto, encontré una pensión a mi alcance, a riesgo de tener que andar con mil ojos para regresar por la noche después de un paseo. Como ciudad grande y portuaria, rezumaba en seguida un ligero aroma venenoso, de miradas cortantes y reyertas de taberna. Era cuestión de dejar todas mis cosas a buen recaudo, y de andar atento por si había que echar a correr.






En realidad no tuve ningún problema, aun cuando las calles se quedaron desiertas en cuanto se perdió la última luz del atardecer. Para reconciliarme con la vida civilizada, después de cenar me dí un pequeño homenaje con un buen café en la cafetería más exclusiva del centro, donde lo más granado de la ciudad se daba cita cuando todo lo demás se cerraba a cal y canto para pasar las horas de las brujas sin ser notado.
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