Sólo me quedaba un detalle: el billete de autobús. La ruta que me había recomendado Scott empezaba a unas 11 horas de trayecto más al sur, en la localidad de Lautaro. Hasta allí el paisaje era más bien árido y carente de interés, pero a partir de este pueblo se ascendía entre montañas y volcanes nevados, bosques y lagos cristalinos. Pero inesperadamente, la estación de autobuses estaba colapsada, llena de miles de capitalinos que querían abandonar la ciudad para pasar el puente de todos los santos en la playa. No quedaban billetes, y me tuve que conformar con viajar el sábado por la noche, dos días después. Tenía dos días para desesperarme en una ciudad sin demasiado interés, europea y carente de atractivos para el viajero de lo exótico. Con todos los deberes hechos no me quedaba más que hacer tiempo paseando las calles del centro, conversando con los viajeros, y tratando de disfrutar su vida urbanita y sofisticada. Claro que, hacer esto uno solo no era lo mismo que en compañía.
Ya me había formado una primera impresión de los chilenos, al menos de los de la capital. Como una extraña anomalía en un continente cálido y apasionado, los santiagueños parecían fríos, distantes… caminando rápido, con prisa y cara de vinagre. Si preguntaba por alguna calle me contestaban con un gesto, con un gruñido, sin si quiera mirarme y sin más explicaciones. No parecían muy amistosos; pero poco a poco fuimos convergiendo: yo en mi adaptación a un carácter más reservado y norte-europeo, y ellos sorprendiéndome de vez en cuando con su amabilidad. De pronto empezaban a parecerme más cívicos y educados que los españoles. A esta facilidad para simpatizar con los habitantes del país que visito, por extraños o diferentes que sean, lo llamo síndrome de Estocolmo, y es así como a lo largo de los años he acabado amando países y gentes de todo tipo. Que me dure siempre…
.
.
.
.