19/11/08

Viernes 14 de Noviembre de 2008

Recorrido: de la frontera de Argentina con Chile a Osorno: 104 km
Recorrido total: 940 km

Y aguantó. Me pasé la noche soñando que me llegaba el agua al cuello, pero no me llegué a mojar. Había sido una buena prueba de fuego, bueno, de agua, para la tienda que me tendría que proteger en las despobladas soledades de la carretera Austral, que era el plato fuerte de mi viaje. Continuamente le daba vueltas a la idea, y trataba de imaginarme las condiciones de viento, lluvia; el camino impracticable que me debía conducir por 1000 km hasta el extremo sur de Chile, a la Tierra del Fuego y el Estrecho de Magallanes. A veces pensaba que, en el momento en que las condiciones empeoraran, tomaría un autobús de regreso hacia el norte y me trasladaría a regiones más benignas… pero tenía que intentarlo. Iba a intentarlo.







Gracias a mis amigos de la aduana, una vez más sólo disponía de queso y pan para el desayuno. Bueno, era de esperar algún lugar habitado en la carretera tan buena que estaba recorriendo. Pero los kilómetros pasaban, y a parte de un insoportable y helado viento de cara, no encontraba qué llevarme a la boca. Cuando me hice a la idea de que el infierno que dios me tenía reservado consistía en comer queso revenido con pan de dos días en toda ocasión, me hice un tentempié digno, e hinché pecho; es mejor tomárselo con orgullo.







Por el camino me encontré un letrero hacia una cascada y tomé un desvío por un par de kilómetros por un sendero de tierra, un tunelito entre una espesura desproporcionada, con árboles quién sabe si milenarios, de troncos de dos y tres metros de diámetro, entre los que se enmarañaba una profunda selva continental y húmeda. Al final de la vereda apareció el salto del Indio, una virulenta caída de un poderoso río desde unos 10 metros de altura. Justo entonces se hizo camino el sol para hacer brillar las gotitas de agua flotando en el aire, las hojas de los árboles saturadas de humedad.







La carretera se hizo más fácil, recorriendo la orilla de un lago que ya se rodeaba sólo de suaves lomas, a cambio azotadas por un viento impertinente. Hasta después de las 2 de la tarde no encontré un lugar habitado, un pueblito de apenas unas casas dispersas, entre las que encontré un restaurantito y un supermercado. Aterido por el frío entré a comer y a descongelarme, y allí pasé dos horas junto a la estufa; me costó convencerme de que no era mi hogar, y que la buena educación me obligaba a volver al vendaval de la calle, coger la bicicleta como un hombre, y ponerme a pedalear sin rechistar. Al final de la ruta estaba Osorno, una ciudad de tamaño intermedio que, no teniendo mucho interés, suponía para mí un poco de refugio, una ducha caliente y una cena en condiciones después de unas ciertas penurias por los Andes. Bueno, quede claro que aunque penurias, la sarna con gusto no pica.

La silueta de varios volcanes nevados me acompañó durante todo el recorrido, por praderas y cercados de ganado, y al final de la tarde arribé por fin a buen puerto, el de Osorno. Me costó encontrar dónde alojarme sin tener que escurrir demasiado el bolsillo; cultivé un poco de conversación con la dueña, y cuando la tuve a tiro regateé todo lo que pude para que me dejase un precio razonable. Bien contento por la rebaja, me dí una ducha y salí a pasear vestido de ciudad. Ya era hora de recorrer sin un dedo de polvo encima, calles y plazas concurridas, llenas de gentes y de amigos paseando; de cafeterías, de puestos de comida callejera, de bancos bajo los árboles con abuelas conversando y niños correteando. Cuando esto me parecía una maravilla sobre asfalto, ¿no sería que llevaba demasiado tiempo por los montes?




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