15/11/08

Miércoles 5 de Noviembre de 2008

Recorrido: del collado del puma a Pucón: 99 km

Yo no sé si el puma vino a olisquear, si se marchó o entró en la tienda; si arreció el vendaval o pasó a mi lado un regimiento de caballería. Cuando desperté por la mañana no había ni cambiado de posición, y seguía como me había acostado. No me había enterado de nada.






Amanecía más cubierto, más ventoso y frío que el día anterior. Después de recoger y mal desayunar algo de pan duro y queso, me puse en camino forrado con toda la ropa que tenía. En seguida me sobró, y tuve que volver a la ropa corta en cuanto las cuestas de ripio me pusieron a sudar. Subidas y bajadas empinadas se sucedían por valles en los que ríos salvajes horadaban un paisaje todavía en formación. Incluso las glaciares araucarias parecían fuera de lugar, y no lucían tan peripuestas como en las faldas del volcán Llaima. Por fin llegó el descenso, que me duraría prácticamente el resto del día, para regresar poco a poco a los valles más cálidos de las cotas bajas, con pequeñas granjas que me devolvían al planeta Tierra. Acabé encontrando una aldeíta, Ripollil, en cuya tiendita encontré un par de yogures para desayunar. El dependiente charlaba con otros dos hombres, que parecían los únicos habitantes del pueblo. Me pusieron al día: el tal Obama había ganado las elecciones de EEUU. Uno de ellos parecía ilusionado, quizás algo mejorarían las cosas y el mundo con un presidente negro en la gran potencia. Yo me acordaba de Clinton y de sus bombardeos en Irak para desviar la atención sobre el escándalo de la Lewinsky, no había sido mucho más simpático que papá Bush. También me acordé del discurso que dio Obama cuando fue seleccionado por su partido en detrimento de Hillary Clinton. Yo estaba en Siem Reap, Camboya, después de recorrer las ruinas del templo de Angkor Wat. Y el caballero Obama se pasó la hora hablando exclusivamente de el compromiso que tenía EEUU con el pueblo de Israel, de cómo habían sufrido los pobres en la Europa de la II Guerra Mundial, y de cómo su apoyo incondicional al sionismo en su lucha contra el terrorismo palestino iba a ser nota característica de su eventual mandato. No parecía el ilusionante discurso inaugural de alguien que va a cambiar el mundo. Ciertamente el color de la piel no hace diferentes a las personas… estos racistas son unos ignorantes.







Entre valles amplios rodeados de moles monumentales y empinadas, la pista iba llaneando y descendiendo poco a poco. Volvían las casitas con granja, los cercados de vacas de los mapuches. La lluvia acabó alcanzándome poco antes de llegar al primer pueblo con aspecto contemporáneo en dos días. Curarrehue era un centro turístico repleto de hoteles, base de las excursiones por los valles, montañas y lagos que acababa de recorrer, y de los volcanes que se internaban, un poco más allá, en territorio argentino.







Me dio tiempo a entrar a un restaurantito a comer algo caliente antes de que se pusiera a diluviar. Unas amigas comían juntas, y acabé hablando con ellas. Se rieron de mí cuando les dije que me estaba pensando si quedarme a pasar la noche en el pueblo, dada la que estaba cayendo. ¿Lluvia? Pero si aquello no era nada… unas gotitas que ni mojaban. Tenía que venir en invierno para ver lo que era lluvia con todas las letras. En fin, con una temperatura de menos de 15ºC y una fina llovizna persistente, me parecía que aquellos andinos debían de estar hechos de otro material. A mí sólo me apetecía meterme entre mantas y tomar un chocolate caliente. Pero ciertamente, en la calle la gente paseaba sin paraguas, como quien toma el sol en primavera.

Consiguieron tocarme el amor propio que no suelo sacar a menudo, y me dejé convencer; después de todo le quedaban varias horas al día, y a treinta kilómetros de carretera asfaltada estaba Pucón, un lugar que me habían recomendado. Y no podía abandonar tan pronto, según me decían el clima sería así la mayoría de los días, y tendría que irme acostumbrando. Me despedí de las chicas y, con gran dolor, me puse en marcha con un impermeable bajo la lluvia. Algo me protegía, pero en bici se acaba mojando todo de igual manera. Atrás iban quedando las grandes montañas, y por la carretera se sucedían las granjas con casita de cuento de hadas, siempre en madera, con chimeneas por las que salía un humo hogareño por el que hubiera dado cualquier cosa.







A Pucón llegaba a tiro hecho, a una posada que me habían recomendado. Llegué empapado, y fui recibido como si me estuviesen esperando por un gentío de mochileros que preparaba la cena en la cocina, y por Vivi, la dueña, que procuraba darle un ambiente familiar a su posada. Antes de nada me trajo una toalla para secarme y un té caliente, y en unos minutos ya charlaba con todos como si fuésemos amigos de siempre. Hans y Helen, dos viajeros que había conocido en la pensión de Scott en Santiago, estaban allí desde hacía un par de días. Helen también viajaba en bicicleta, pero después de Cunco había tardado poco en hartarse de la bici, y había llegado en autobús hasta Pucón. Conversando alrededor de la estufa de leña se nos hicieron las tantas.
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