19/11/08

Miércoles 12 de Noviembre de 2008

Recorrido: de San Martín de los Andes a la orilla del lago Correntoso: 111 km

Al menos el desayuno estaba incluido en el precio de la pensión; pero siendo suficiente para quitarme el hambre de la mañana, no lo fue para darme las energías que necesitaba para un día que sería inesperadamente duro. Viendo que la ciudad era tan cara, pensé en salir de ella cuanto antes, ya compraría comida en algún pueblito del recorrido. Pero fue un grave error. Durante los siguientes 111 kilómetros no encontré nada. Ni un pueblito. Ni un bar, ni una tienda de carretera. Nada. Ciertamente el mapa no situaba ningún poblado en el recorrido, pero en la mayoría de los países eso significa que no hay lugares grandes, aunque siempre se encuentran pequeños núcleos, o al menos algún bar en el que te pongan un bocadillo… Nada.







Dejé atrás San Martín por una carretera asfaltada, que después de un recorrido junto al lago que bañaba la ciudad, iniciaba el ascenso a un puerto en las montañas. Algunos carteles indicaban que aquélla era zona Mapuche, aunque ya me había acostumbrado a no reconocerlos como tal, puesto que tanto sus casas y sus vestimentas como el aspecto externo de su estilo de vida, no eran muy diferentes a los de cualquier otro chileno humilde y rural de origen europeo. Conforme ganaba altura se mejoraba la perspectiva de los picos nevados que me rodeaban en todos los puntos cardinales. La carretera se conocía como la Ruta de los 7 Lagos, y uno tras otro fueron apareciendo, separados por cadenas de montañas que había que subir y después bajar. El lado argentino se veía más seco, aunque no por ello menos boscoso. Sí se distinguían sus tonos ocres y serios, en contraste con el verde refulgente de Chile, tan sólo a unos kilómetros en la ladera oeste de los Andes. Esta barrera montañosa retenía las nubes y las obligaba a descargar en el lado chileno, dejando poca humedad para la vertiente oriental, que se perdía progresivamente en las secas pampas argentinas.

Uno de los lagos vertía sus aguas en un potente caudal que saltaba al vacío en una estrepitosa catarata, para continuar hasta el siguiente lago. La reciente orografía andina se había levantado obstaculizando por todas partes el curso de los ríos: derrumbes de rocas y brazos gigantes de lava formaban presas, y allá los ríos se convertían en lagos hasta rebasar por algún lado y continuar su curso al mar.







Empezaba a tener claro que Argentina, un país de veintipocos millones de habitantes, la mayoría apiñados en unas pocas grandes ciudades, era un país prácticamente despoblado en toda su inmensa extensión. Sí, el mapa era serio, donde no situaba nada es que nada había. Sólo naturaleza en estado puro a lo largo de los más de 110 kilómetros hasta Villa la Angostura. Contemplando la catarata tomé un frugal almuerzo, administrando la escasa comida que debía durarme todo el día. Agua había por todas partes, aunque tuve que aceptar que llevase un poco de todo en suspensión; me arriesgaba a enfermar, pero después de 10 días bebiendo agua de los deshielos, no me parecía estar yendo mal.








El fenomenal paisaje andino se reflejaba en los lagos que iba recorriendo. Ya perdí la cuenta, y no sabría decir si fueron siete o si diez. Después de 50 kilómetros ya de por sí duros por el perfil de subida y bajada, crecieron las dificultades. Desapareció el asfalto, y durante otros 50 kilómetros tuve que vérmelas con otro pedregal lleno de cuestas. Parando de vez en cuando y contando los bocados de pan, paté y queso, con mucha agua para engañar al estómago trataba de organizarme para no desesperarme antes de tiempo. La ruta de tierra seguía recorriendo un paisaje espectacular, pero los pocos coches que pasaban suponían un tráfico excesivo: cada uno levantaba una polvareda, y antes de que se disipase llegaba el próximo a enterrarme de nuevo. Supongo que para desahogarme, me entretuve en maldecirlos uno a uno, a grito pelado, cada vez que esto sucedía. Creo que se trata de una terapia japonesa, y aunque el tormento no disminuye, algo ayuda a sobrellevarlo.

Tanto lago se acabó haciendo monótono. Me hubiese gustado variar con algún pedazo de desierto o con un mar agitado… los últimos kilómetros se me hicieron eternos, pero en lugar de acampar preferí continuar, con la esperanza de llegar al primer pueblo marcado en el mapa, Correntoso, y comprar comida en alguna tienda. Pero Correntoso, aunque por fin de vuelta sobre carretera de asfalto, no era ni si quiera un pueblito. A lo largo de la orilla de dos lagos entre los que circulaba la carretera, sólo encontré algunos hoteles de lujo y urbanizaciones de vacaciones. Ni una tienda. Me cansé de buscar cuando no le quedaba mucha luz al día para pedalear. Era hora de buscar un rincón escondido para acampar, y de conformarme con cenar un pedazo de pan y queso. Guardaría las dos galletas que había encontrado al fondo de las alforjas para el desayuno. Por un caminito de tierra llegué a la orilla del lago Correntoso, y tras unas matas encontré el lugar perfecto para pasar la noche. La temperatura no era nada mala, y después de colocar la tienda me desnudé para darme un lavado rápido con las gélidas aguas del lago, y meterme limpio en la ropa larga. Los colores del atardecer brillando en las cumbres se reflejaban sobre el agua, y el día se desvaneció hasta dejarme solo bajo las estrellas.






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