15/11/08

Martes 11 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Puerto Fuy a San Martín de los Andes: 60 km






Hasta la una del mediodía no salía la barcaza para cruzar el lago. Y el pueblo no tenía mucho que ofrecer cuando uno ya se había cansado de contemplar los dos cráteres nevados que dominaban el entorno, o los bosques de las orillas del lago. De todos modos, dormir hasta tarde tampoco parecía tan mal plan, y cuando salí a dar un paseo ya pegaba bien el sol. Me acerqué hasta el embarcadero para asegurarme de la hora del barco y del lugar preciso, y después paseé por las cuatro calles de tierra de Puerto Fuy. Otra cosa era digna de verse, el río que desaguaba el lago hacia el oeste, y que se llevaba un poderoso caudal de agua increíblemente transparente entre árboles y rocas. En la tiendita del pueblo compré algo de comida para el día, contando con que seguramente no me daría tiempo a llegar a San Martín de los Andes, el primer pueblo del lado argentino, y que me tocaría acampar y cenar lo que llevase. A mediodía volví a la posada a por mis cosas, y bajé hasta el embarcadero. Helen ya estaba allí, charlando con unos alemanes que esperaban su turno para embarcar su coche en la barcaza. Mientras me tomaba un té en el barecillo de la pasarela, fue llegando más gente, y hasta una pareja de ciclistas sin mucho equipaje. Se trataba de Ariadna y Fernando, dos chilenos de vacaciones que tomaban el barco para cruzar el lago hasta el extremo oriental, y después de un paseo en aquel lado volver con la barcaza en su viaje de regreso por la tarde. Acomodamos nuestros vehículos en la borda, y al poco zarpamos.

Durante las casi dos horas de recorrido nos dio tiempo a admirar el lago encajonado en un estrecho desfiladero de montañas, muchas de ellas nevadas, y todas cubiertas de un bosque inmaculado; también de charlar un poco de todo. Fernando y Ariadna venían de Santiago, y también me hablaban de una agitada vida urbana que volvía loco a cualquiera. De vez en cuando se escapaban a hacer algún recorrido, en plan coche y hotel de lujo, pero con las bicis a cuestas para pequeñas paseos como el de aquel día. Fue Fernando el que sacó el tema de la crisis, que parecía ya el monotema en cualquier rincón del mundo. Trabajaba en una empresa de maquinaria pesada, y en pocos meses habían pasado de vender unas 5.000 máquinas anuales en el mercado español, a tan solo 400. Visto desde este lado parecía una hecatombe, era como si medio planeta se hubiese sumergido bajo el océano. Y claro, indirectamente ya afectaba a Chile, empezando por empresas como la suya, que veían recortar tan drásticamente las ventas. Chile dependía casi en un 80% de las exportaciones de materias primas, cobre particularmente; con el frenazo en seco de la industria de todo el mundo, las compras de materias primas habían descendido bruscamente, y además bajado de precio dada la baja demanda. Al final no se iba a librar ni el gato de lo que se nos venía encima. Y todo por la especulación inmobiliaria en Europa y EEUU, el crecimiento exponencial de los precios y el recurso generalizado e ilimitado al crédito bancario para alimentar la máquina especulativa de los pisitos… Fernando era economista, y veía con clarividencia notable el origen de los problemas, aunque de ningún modo la luz al final del túnel. Lo que sucediese dependería en gran medida de lo que los dirigentes de los principales países decidiesen; no era descartable una conflagración de países, siempre la economía de guerra había sido un buen recurso para escapar de las crisis de la economía.

Tras un prolongado serpenteo entre las montañas que encerraban el lago, llegamos por fin a la orilla oriental, a penas una pasarela de madera y dos casas desde los que partía la pista de tierra hacia la frontera argentina. Me despedí de Fernando y Ariadna, y me puse en camino junto con Helen. Después de todo, si conseguía abstraerme de su presencia, dado lo poco propensa a la conversación que era la holandesa, podía llegar a sentirme como solo en medio de la inmensidad. Y bueno, no había más remedio. Continuamos durante unos kilómetros hasta llegar al control de frontera chileno. Ya nos habían avisado en el barco de que, debido a una huelga en la administración chilena, la frontera estaría cerrada todo el día, hasta las 5 de la tarde. No eran ni las 3, y si nos retenían allí hasta las 5 sería imposible completar los 50 km que nos quedaban hasta San Martín de los Andes. Así se lo expliqué a los dos policías, que insistían en que sus compañeros de aduanas no nos atenderían hasta las 5. Pero la ventaja de no estar en Europa, es que fuera de ella las personas nunca dejan de ser personas. Existe un concepto de flexibilidad ajeno por completo en las cuadriculadas mentes europeas. Con ánimo relajado y un poco de guasa comencé a charlar con los policías, ambos habían estado en Francia, Italia y Alemania en una especie de viaje de fin de curso de la academia, y recordaban cómo los europeos parecían bastante torpes a la hora de entrar a un bar y hacer buenas migas con las mujeres. A ellos les había bastado un poco de salsa y merengue para llevárselas de calle, y es que los hispanos teníamos algo de gracia y viveza, de las que carecían los nórdicos. Mientras uno de ellos continuaba la conversación preguntándome por mis viajes en bicicleta, el otro salió para convencer a su compañero de aduana de que hiciese una excepción y nos dejase pasar con las bicis, para que pudiésemos llegar a San Martín con la luz del día. Al momento regresó, teníamos vía libre, ni si quiera nos revisarían las mochilas.







Me estaba divirtiendo mucho conversando con los policías, así que casi me dio pena que me dejasen continuar el viaje. Nos despedimos, y Helen (que no hablaba casi español y no había abierto la boca), y yo, volvimos a la tortura de la pista de piedras, eso sí, en medio de un espeso bosque de árboles enormes. Pasar la frontera argentina fue más sencillo, sin huelga ni otros pormenores. El lado argentino nos recibía con una agradable bajada hasta un lago azul, otro más entre los muchos que vería, con sus típicas cumbres de rocas nevadas y sus faldas cubiertas de selvas impenetrables.







Al recodo del lago la pista se encaramaba por una de las montañas, y durante una veintena de kilómetros nos peleamos con las cuestas. Helen era un rayo en las bajadas, pero la pobre no podía con su alma en la subida. Durante el resto del trayecto me quedé solo, entre páramos deshabitados y naturaleza salvaje, águilas y otras aves como únicos testigos. Varias horas después descendí lo subido, para llegar con el atardecer al valle en el que se encontraba, a la orilla de otro lago, la ciudad argentina de San Martín de los Andes. Tal vez esperaba un desolado pueblito de frontera, con destartaladas casas depauperadas. Pero la sorpresa fue mayúscula. De pronto se acabó la tierra, llegó el asfalto y se rodeó de casas de lujo, comercios de lujo, y un urbanismo cuidado y refinado a la altura de los lugares más prósperos del País Vasco. En comparación, el 90% de España parecía una república bananera de África después de una guerra.







Los últimos kilómetros los había recorrido despacio, tratando de que Helen me alcanzara. Y por fin apareció mientras pedaleaba despacio por la avenida principal de San Martín. Lo primero de todo era conseguir pesos argentinos, una visita a un cajero automático. Después, buscar la pensión que habían recomendado a Helen. Resultó ser un youth hostel, y el precio acorde con el elevado nivel de vida de la ciudad. Ya no era cuestión de salir a acampar a los montes; pero me daba cuenta de que mientras siguiera en Argentina, mi único alojamiento sería la tienda de campaña y en medio del bosque. Y viendo que el menú en un restaurante era más caro que en España, opté por el supermercado. Tampoco era una ganga, pero siempre era más barato prepararse algo en la cocina del hostal. Tras otro día de pedalear duro y no comer casi nada, me di un buen atracón en el comedor. Mientras, comentaba el día con un argentino viajero que venía de Buenos Aires a maravillarse con los Andes. Me decía que hasta entonces no había tenido ni la menor idea de la dimensión real del país. Porque no era lo mismo verlo pintado en un mapa, que recorrer sus carreteras en días y días de autobús. Patagonia, y en particular San Martín y algunas otras ciudades de la región, eran el lugar más rico de Argentina, y de ahí los precios desmesurados. Aquél era un país de contrastes, y si quería un viaje barato, tenía que ir al norte, donde nunca habían sido demasiado ricos, pero desde la crisis del 2002 vivían casi como en África. En otra mesa un español fanfarrón alardeaba sin demasiada gracia con los nuevos amigos que había conocido en la pensión. Se trataba de un tipo que vivía de sus fotografías y llevaba una temporada en Argentina. Trataba de imitar el acento sin conseguir disimular su origen canario; y también la labia argentina, pero sin el arte de estos. Dándose importancia de más y cruzando la barrera del buen gusto para intentar ser gracioso, acabó por desesperar a los que lo escuchaban. Una pena. Amigo mío, la primera de las virtudes es la humildad, y sin ésta las demás carecen de valor; y para carecer de humildad, hay que tener algo decente de lo que presumir…
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