1/11/08

Lunes 20 de Octubre de 2008






El centro de Campeche era otra colorida cuadrícula colonial; pero agraciada con un toque marino, horizontal y almibarado que la hacía diferente de las otras ciudades coloniales. Sus casas de una altura, su atmósfera caribeña relajada y gentil; sus adoquinadas calles con aceras de un metro de altura que probablemente evidenciaban la frecuencia de temporales e inundaciones por su proximidad al área de los huracanes otoñales… Campeche tenía un carácter de mundo, no tan recogido e íntimo como San Cristóbal. Después de todo, abierto al mar y bendecido por la ardiente brisa del Caribe, tenía que vibrar a un ritmo distinto. El mar no se podía ver, pero estaba presente al final de las líneas de las calles, hoy cortadas por edificaciones modernas en primera fila que impedían ver el azul y el horizonte. Un huracán había destrozado hacía pocos años su vieja muralla española, que por un lado se bañaba directamente con el oleaje, y por el otro amenazaba con sus cañones a las incursiones por tierra. Habían aprovechado la reconstrucción de la devastada línea del mar para ganarle unos cientos de metros artificiales al océano, y así darle la espalda como en un infantil acto de despecho; las nuevas construcciones de la reciente tierra firme ocultaban el decorado marino que tan colorida perla se merecía como colofón.








Campeche había sido desde poco después de la conquista española, un enclave estratégico que en seguida se vio acosado por piratas franceses e ingleses. Cañones, fortines en las esquinas de su muralla, y rincones decorados con la temática bucanera daban buena cuenta de ello. Cambiamos la ropa larga por los pantalones cortos, que llevaban más de un mes en el fondo de la mochila. Volvía a ser, por momentos, penoso el caminar en las horas de más calor del día.








Después de un agradable paseo por sus calles buscamos la salida al mar tras la línea de hoteles horribles; un agua fea y turbia moría en un malecón de hormigón sin gracia ni cuento, con lo que nos llevábamos una pequeña desilusión; tal vez habíamos esperado un mar como el de la Riviera Maya, como las playas idílicas de Tulum con las que soñábamos a menudo. La playa tendría que esperar.

Así se pasó el día, y a última hora del sol se nos ocurrió tomar un autobús a una playa cercana que nos habían recomendado. Con la idea de disfrutar del atardecer en un horizonte marino que daba al oeste, nos fuimos internando en una sucesión de barrios cada vez más humildes, y aquí y allá aparecían grupos de chavales de aspecto ponzoñoso que nos retiraban de nuestro deseo de playa. Susana se fue asustando, y yo tampoco tenía muy claro que fuese una buena idea parar por aquellos lares poco antes del anochecer; así que cuando nos dejó en la desierta playa, no hicimos otra cosa que cruzar la calle para esperar el transporte de regreso al centro de Campeche. Un sospechoso coche con las lunas tintadas disminuyó su velocidad al pasar frente a nosotros, y paró unos metros más allá. Un escalofrío nos recorrió la espalda, pero por fortuna llegó a tiempo el colectivo para rescatarnos y llevarnos al cobijo del centro. Uf… por poco…

Tras dos meses lejos de la costa oriental de México volvíamos al Caribe; y aunque de día se veía gris y sucio, con la noche sirvió para un paseo relajante y evocador en su brisa que suavizaba el caluroso aire tropical. De regreso a la posada nos encontramos con una redada policial; después me enteré de que buscaban a dos ilegales hondureños, y que se los habían llevado presos para, seguramente, deportarlos de vuelta al infierno. Qué extraña la vida, a veces.
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