Por la mañana dejó de llover un rato. Habíamos decidido marcharnos después de comer para continuar viaje, pero aunque lo de la excursión a día completo por la selva no era posible debido a los torrentes de agua, viendo que el chaparrón nos daba una tregua, sí que al menos podíamos dar un corto paseo hasta una cascada no muy lejana del campamento, y a la que una clara senda conducía sin necesidad de llevar guía. Los grandes charcos como lagunas en el camino anunciaban lo que nos esperaba, y con un poco de resignación nos sumergimos hasta poco menos de la rodilla, empapando las botas sin remedio. Hacía algo de fresco en la nublada mañana, y no fue agradable mojarse; pero una vez pasado el pequeño mal trago, ya podíamos trotar por el monte sin cuidado, pues más no nos íbamos a mojar.
Seguimos por los amplios terrenos arbolados, en los que de vez en cuando aparecía un grupito de cabañas perteneciente a una familia. Algunos lacandones vestían su túnica blanca tradicional sobre la que caía una brillante melena negra, mientras otros vestían a la occidental. Incluso se podían ver algunos jóvenes imitando la moda pandillera hispana, pelo corto, piercings, gorras de béisbol y majaderías similares. El choque cultural había sido demoledor, y en una de las explanadas aparecía una iglesia evangélica que atronaba el silencio maravilloso de Lacanjá con despreciables cánticos de misa en sus altavoces. Un escozor pirómano nos invadió a los dos, cuánto daño hacían estos inconscientes… ¿hasta tan lejos tenían que llegar para destrozar una cultura tan valiosa y hermosa como aquella?
Seguimos por el camino, y después por una sendita que estaba siendo acondicionada con gravilla por los locales para explotar la visita a la cascada de cara al turismo. Entrábamos en una espesura oscura y silvestre, de árboles no demasiado viejos, pero enmarañados y llenos de fragancias. La senda se convirtió en arroyo, y no había más remedio que volver a sumergirse para seguirlo. Susana se puso algo cómica; era su primera experiencia de selva, y andaba algo paranoica con imaginaciones de insectos, serpientes y animales peligrosos que en cualquier momento se le iban a agarrar al cuello. Con tanta agua allí no había ni mosquitos, y no pudimos disfrutar más que de unos cientos de metros antes de llegar a un punto en que un fuerte torrente desbordado impedía el paso. Había valido la pena, aunque a las botas sumergidas comenzaba a sumarse la lluvia, que regresaba a tomar posesión del bosque.
De regreso al campamento preguntó Susana en una tiendita en el cruce de caminos. Lo atendía un chico joven, Chankin, que resultó ser el hijo mayor de la familia que nos acogía. Ya brincaba de los 30, y vestía a la occidental después de unos años en Ocosingo y en otras ciudades de Chiapas. Había vuelto a la vida tranquila de Lacanjá, a ocuparse de su joven esposa y sus hijos, de su milpa y de sus responsabilidades en la comunidad. Se conoce que no debía de tener muchas ocasiones al cabo del mes para hablar con gente de fuera, porque durante más de dos horas nos contó tantas cosas que no alcanzaría a recordarlas todas. Y a cual más interesante.
Nos comenzó hablando de la historia de su pueblo. Sus tierras ancestrales eran extensas, y en su mayoría cubiertas de una selva casi virgen que habían sabido conservar durante siglos. Pero desde que en los años 40 el gobierno había comenzado a interesarse por esta remota región, oleadas de colonos de otras etnias, choles y tzeltales sobre todo, habían ocupado muchas de sus tierras, creando una situación algo tensa que se veía agravada por la destrucción masiva de la selva que estos producían para crear pastos para su ganado. El gobierno los había obligado a mancomunarse en una asamblea multiétnica para administrar los derechos sobre las tierras comunales, pero según Chankin, los acuerdos no eran a menudo respetados por las otras etnias. Los lacandones seguían cultivando sus tradicionales milpas, sin practicar la devastadora ganadería, y enorgulleciéndose de su comunión con una Naturaleza que siempre los había cobijado y alimentado; prácticamente la adoraban como a una madre, y la honraban escrupulosamente.
Los conflictos con otras etnias solían surgir porque los lacandones, en clara minoría, se encontraban muy desprotegidos ante los miles de choles y tzeltales que ocupaban frecuentemente sus tierras, avanzando en su expansión y en su destrucción. No hacía ni un mes que un joven de 19 años lacandón había sido asesinado por unos tzeltales ebrios. Se trataba del hijo de la dueña del campamento El Tucán Verde, que de repente se había quedado sin un hijo y sin un pilar básico de sus ingresos, ya que era él quien hacía de guía a los turistas que alojaban. Era también el primo de Chankin, y un cierto sentimiento de pueblo acosado y amenazado de extinción se apoderaba de su rostro cuando nos lo relataba.
No sólo físicamente estaban acorralados, sino también culturalmente. El gobierno los obligaba a cortarse el pelo y a vestir a la occidental si querían ir a la escuela. Normalizando, destruían su cultura, y él mismo no parecía ya dispuesto a colocarse la túnica y dejarse crecer el pelo de nuevo. Otra guasa digna de mención, era que en un país como México, en el que las familias fácilmente tienen una docena de hijos, los lacandones estaban siendo obligados a tener un solo hijo, con la excusa de que si su población crecía (no superaban las 600 almas), la selva sería devastada. Estaba claro que la única intención era exterminarlos, erradicarlos como anormalidad incómoda, como voz discordante y como patrimonio de la Humanidad, que es lo que en realidad debieran ser.
Su abuelo le solía decir que había que cuidar los árboles y la selva; que si los mataban serían ellos los que después acabarían vengándose y matando al Hombre. Chankin no lo entendía cuando era pequeño, pero después de vivir en algunas ciudades y descubrir la inhumana existencia de las personas que mataron a su madre Naturaleza, había comprendido las palabras de su abuelo, y lo había dejado todo para volver a la tranquila Lacanjá. Hoy se preguntaba cómo su abuelo, un anciano de otro tiempo, podía haber sabido todo eso.
Chankin había sido durante algún tiempo representante de su comunidad ante el gobierno de Chiapas. En una de las reuniones a las que acudió se negó a firmar un acuerdo que no favorecía los intereses de su pueblo; trataron de comprar su voluntad con un sueldo mensual astronómico, soborno al que él se había negado. Todo se compraba en México: la política, la policía, la justicia… Desde entonces estaba marcado como maldito por los poderosos de la región, y prefería no mezclarse en los asuntos políticos.
Nos despedimos de Chankin para regresar a por nuestras mochilas y emprender viaje. Sólo se podía llegar en el taxi de Carmelo hasta el cruce por donde pasaba el colectivo a Palenque. Carmelo era un lacandón bonachón y sonriente, con tez clara pero rasgos casi africanos que recordaban a las cabezas colosales olmecas. Con su túnica y su melena sorprendía al volante de un bien cuidado taxi. Nos despedimos de la familia del Jaguar, y embarcamos con Carmelo hacia la carretera. Por el camino nos contó que su abuela decía que a través de una chamán había hablado con los mayas; que le habían contado que seguían vivos, que vivían en otro planeta; que los lacandones eran los descendientes de los mayas que, después de las catástrofes que asolaron sus magníficas ciudades, habían huido a la selva más espesa. Era una pena tener que marcharse, porque con cada persona que hablábamos en Lacanjá nos llevábamos una sorpresa. Se podía escribir un libro si se pasase el suficiente tiempo entre ellos; sería cosa de regresar, era un pueblo realmente especial, el lacandón.
Agarramos el colectivo; de pronto se habían ido las nubes un sol espléndido resaltaba los colores de la selva; y justo ahora nos teníamos que ir. Colgamos las botas mojadas en la ventanilla para que el viento ya caldeado las secase, y cuatro horas después llegábamos de vuelta a Palenque. Ahora sí que tomábamos el camino del Caribe; la primera parada, en la ciudad costera de Campeche. El autobús salía bien entrada la noche, así que hicimos tiempo cenando y charlando en la única terraza de palenque que cerraba tarde. Adiós Chiapas, gracias por todo y hasta pronto.
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