7/11/08

Lunes 3 de Noviembre de 2008

Recorrido: de la base del volcán Llaima a Cunco: 75 km






Dormí más de 13 horas para recuperar el sueño atrasado. Cuando me levanté por fin, el sol ya hacía rato que reinaba en un cielo azul, pero sin llegar a calentar el aire invernal. Me lo tomé con calma, mis piernas desacostumbradas ya a la bicicleta resentían la paliza del día anterior, el ascenso por los pedregales hasta el collado de la laguna. Con la luz del día se veían más extrañas las araucarias, unos árboles endémicos de esta región que habían sobrevivido a los dinosaurios. Se trataba de un auténtico fósil viviente de aspecto acorazado y primitivo, y por primera vez los veía formando un espeso bosque en su medio nativo. Algunos ejemplares tenían diámetros de más de dos metros, y alturas considerables de un tronco pelado que acababa en una geometría de candelabros ramificados. Los largos líquenes de un verde pálido que cubrían las cortezas recordaban las barbas de los venerables ancianos que eran en realidad. El camino seguía siendo impracticable, y bajo los cortes que las máquinas habían hecho en la tierra para recuperar la ruta, aparecía un helado permafrost, y rodales de nieve protegidos del sol por los árboles.






Unos kilómetros después llegué al lago Conguillío, a los pies de un murallón de montañas cubiertas de bosque y coronadas por picos nevados. Por el lado oeste se podía acceder a las playas negras de ceniza volcánica en las que todavía no había crecido ni un matojo. Detrás, siempre presente, el coloso dormido del Llaima, y por doquier las araucarias con sus ramas como cabezas de dragón. Era el escenario perfecto para una película de dinosaurios. A partir de entonces la mayor parte del trayecto fue una pura bajada, aunque difícil de disfrutar por el frío y por el estado de la pista. Unas montañas sucedían a otras, y por el lado sur aparecía el mayor campo de lava de la última erupción. Toda la ladera había sido arrasada, y el bosque sustituido por una negra sombra de bombas volcánicas y cenizas. Durante kilómetros atravesé este paisaje muerto a los pies del soberbio nevado. Los brazos gigantes de lava habían cortado el cauce de los ríos en algún tramo para formar nuevas lagunas de aguas tan puras que brillaban con el matiz de piedras preciosas. La belleza del lugar era salvaje y desbordante.







Llegué por la tarde al primer lugar habitado después de Curacautín. Melipeuco era poco más que una calle con casitas de madera a los lados, en un valle verde protegido por picos a un lado, y amenazado por el Llaima en el contrario. Allí reaparecía la carretera de asfalto, y después de comer algo caliente me puse en camino, ahora contra el viento de poniente, para llegar a dormir a Cunco. Encontré un hostal familiar, que alquilaba las habitaciones que no ocupaban los miembros de la familia. Tan familiar era, que la hija mayor de la señora recibía con un beso en la mejilla a todos los huéspedes, y les ofrecía un café para tomar. Me quité el salitre y la polvareda en la ducha, y vestido de nuevo como un ser civilizado salí a dar un paseo por el pueblo.




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