7/11/08

Viernes 31 de Octubre y Sábado 1 de Noviembre de 2008





Comencé el día con un paseo por el centro. El puente había dejado la ciudad relativamente vacía, y los huecos se llenaban con los omnipresentes Evangelistas, que celebraban su día con conciertos en la calle y estruendo de altavoces. Se los veía trajeados y repeinados, en grupos agazapados tras cualquier esquina para atormentar a los paseantes con sus berridos amplificados por potentes altavoces, invocando a dios, a su madre, al fin del mundo y a los pecados de los Hombres. El micrófono siempre andaba en manos del más energúmeno de todos ellos, muy al estilo poseso de los telepredicadores yanquis, pero en la misma calle y sin ofrecer posibilidad de defensa a los pobres viandantes. También se podía encontrar algún repartidor de milagros que, a un módico precio, ofrecía su bendición a grito limpio, deshacía maleficios y desterraba al demonio de la carne de los pecadores al tiempo que desatascaba las orejas de los benditos.






Volví a la tienda de Jorge, necesitaba un par de herramientas más para poder reparar la bici en caso de avería. Era la única tienda abierta en toda la calle, ya que todo el mundo se encontraba de puente. Menos el palestino adicto al trabajo. Mientras me atendía charlaba con una chica, y acabamos hablando los tres. Como a Jorge no había quien lo sacase de su tienda, Feña, que así se llamaba, me propuso dar una vuelta y almorzar por el centro. Algo diferente se veía en el rostro de Feña; llevaba poco tiempo en Santiago, era original de un pueblito del sur, y todavía no había cambiado su mirada limpia por el ceño fruncido y la expresión airada de los santiagueños. Había dejado su carrera de medicina por la de arte dramático, y disfrutaba de la bohemia de la capital y de su libertad y anonimato en la gran urbe. Pasamos la Plaza de armas, repleta de artistas, retratistas y pintores, y continuamos hacia el mercado del norte para comer algo en sus improvisados restaurantes.






Feña provenía de la alta sociedad chilena, la que había disfrutado de la dictadura de Pinochet. Pertenecía a una generación nueva y más comprometida, pero no le resultaba difícil comprender que sus padres fueran pinochetistas hasta la médula. Después de todo, los ricos habían mantenido y acrecentado su bienestar con la dictadura. También reconocía que una versión muy distinta me daría cualquiera de los millones de chilenos más humildes que vivieron aquellos años en represión y miedo, cuando no en el exilio o en las fosas comunes. Poco a poco el país había ido cambiando y se había adaptado a los nuevos tiempos. Hoy se hallaba inmerso en una lenta transición hacia una mentalidad más abierta. Algo había que reconocer, Santiago era, con diferencia, la ciudad más tranquila, civilizada y segura de toda la América que yo había conocido hasta el momento; y mucho de esto seguramente se debía a la mano dura del dictador.
Feña era una persona reflexiva y educada, con una cultura amplia y una gran curiosidad. Me preguntaba por mis viajes, y parecía que su imaginación volaba soñando tal vez con recorrer mundo algún día.

Cuando nos despedimos por la noche, me invitó a acompañarla a su pueblo a la mañana siguiente. Iba a ver a sus padres, y aseguraba que no tendrían problema en que apareciese por allí con un nuevo amigo. Pero trastocaba mis planes demasiado, después de todo tenía que tomar el autobús por la noche, y no tenía claro ni qué hacer con la bici y el equipaje si me iba con ella; decliné la invitación, y prometimos tomar algo cuando volviera de mi recorrido por el sur. Supongo que perdí una estupenda ocasión de vivir una experiencia única: por lo que contaba de la casa de sus padres, no debía de tener mucho que envidiar a la de Falcon Crest.

En la posada se celebraba el cumpleaños de una viajera. Su novio la había abandonado días atrás en mitad del viaje, y todo el mundo se puso de acuerdo para hacerle más agradable la noche. Poco antes de que saliese Scott con la tarta y una vela, llegó el novio pródigo a hacer acto de presencia. La escena no fue apta para mimosos, y superada la sorpresa y la reconciliación, hubo tarta y vino para todos, y nadie se acostó antes de las tantas de la madrugada. Me encantan estos lugares en donde los viajeros forman en seguida una alegre familia.

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Aproveché la falta de planes del día siguiente para escribir y poner al día mis anotaciones. El ambiente de la pensión se relajaba por el día, con todo el mundo visitando los museos y los rincones de la ciudad, dejando un agradable silencio para la escritura. Cuando quedaban un par de horas para el autobús nocturno a Lautaro, armé el equipaje sobre la bicicleta, me despedí de los viajeros, y salí a la avenida principal para recorrer el par de kilómetros hasta la estación. Incluso de noche, Santiago parecía segura, con gente de todas las edades paseando y charlando en cada esquina.

En la estación charlé con un maletero de mi edad que en seguida captó la procedencia de mi acento. De todos los europeos que había, me decía con guasa, tenían que haber colonizado Chile justo los españoles… no podían haber sido los ingleses, o los alemanes… los españoles, tan llenos de defectos y tan flojos. En ese momento lo avisaron para que buscase un pasajero despistado de un autobús que tenía que partir en ese momento. Se marchó diciendo con sorna: “¿Lo ve? Si es que es la mala raza…” Qué se le va a hacer. Apellidándose Pérez, mi amigo el maletero aspiraba en balde a tener origen inglés. Pídale cuenta a sus antepasados, amigo mío, creo que razón no le falta.
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