30/11/08

Domingo 16 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Puerto Octay a Petrohue, en la falda del volcán Osorno: 79 km
Recorrido total: 1079 km






La religiosidad de los chilenos me dejaba perplejo. En un par de semanas en Chile me había hecho ya una idea de la magnitud del fenómeno. Cualquier rincón en las ciudades podía ser aprovechado por proselitistas protestantes, evangelistas, adventistas, pentecostales,… que, micrófono en ristre, atormentaban a las criaturas con imágenes del infierno y con promesas de salvación. Siempre disponían, cómo no, de un grupo de músicos para, a ritmo popero, demostrar lo perdidos que estaban en la vida antes de encontrar a Jesús.
Me sorprendía ver cómo, por ejemplo, en las paredes de las paradas de autobús o en los lavabos de los bares, en lugar de las típicas pintadas de mal gusto se podían leer cosas como “Dios te ama”, “Yo tengo un gozo en el corazón”, o “Sólo Jesús es el camino”. A veces, en las soledades insondables de las montañas buscaba algo que escuchar en la radio para distraer la mente de sus vueltas en círculo; y a menudo sólo encontraba una emisora de detestables cancioncejas de amor pueril y primario, y otro par de emisoras de predicadores con canciones dioseras y sermones. Imagino que para cualquier criatura que crezca en un mundo así, la presión del entorno sólo podría llevarla en una dirección, un cierto fanatismo religioso que suele acabar haciendo un lío de represiones y deseos en la mente maltrecha. Afortunadamente, al menos de cara al exterior no parecía manifestarse demasiado en el comportamiento del día a día de los chilenos.

Entre tanta secta destacaban los Amish, o Menonitas, o sólo dios sabe qué versión de ultrarreligiosos de origen alemán que seguían un modo de vida rural anclado en el siglo XIX. Me producían estos, al menos, una cierta simpatía por su estilo de vida sencillo y minimalista, de espaldas a cualquier avance tecnológico, ideas éstas con las que yo siento cierta identificación. Se los veía pasar vestidos con sus inconfundibles atuendos de época: las mujeres con cofia en el pelo y saya larga con enaguas, y los hombres con peto de tirantes, camisa por dentro y sombrero de ala ancha. En esta zona que yo recorría ahora, la población de origen alemán era muy numerosa, y la visión casi de atrezzo de los Amish se hacía más frecuente.

La posada estaba situada junto al edificio de la radio. Radio evangelista, por supuesto. Y las paredes de tablas no eran un buen aislamiento acústico. Desde bien temprano me desvelaron los cánticos y guitarreos que exaltaban a dios con una retórica bastante simple, pero a la vista queda que muy efectiva. Con compañías como éstas, definitivamente prefería la soledad de los bosques y la presencia respetuosa de las águilas. Me acordé del mito aborigen según el cual los orangutanes eran en realidad unas personas tan sabias, tan sabias, que habían decidido no volver a hablar. A veces siento que el ser humano es lindo hasta que abre la boca.

Bajé a desayunar, el precio de la cama incluía el desayuno. Alicia, la dueña, había quedado viuda hacía poco, y el negocio le quedaba un poco grande. Y debía de tener ganas de hablar, porque cada vez que me comía lo que me había puesto sacaba alguna cosa más de la despensa para ofrecerme, y así me tuvo conversando más de una hora. Me explicó punto por punto lo que podía ver en los próximos 1000 kilómetros de ruta que tenía más o menos pensados; su parsimonia era tal que conseguía desesperarme, pero no podía más que agradecer su buena voluntad. Para explicarme que en tal pueblo había una iglesia que valía la pena visitar, me dibujaba en un cuaderno la forma de la carretera hasta allí, los cruces que me encontraría, y después se detenía en pintarme una iglesita con torres y ventanitas. Entretanto, las noticias de la televisión hablaban de las candidaturas a las próximas elecciones presidenciales, y bajando la voz casi se sofocó para recordar la democracia perdida, el golpe de Estado, el miedo que se pasó, los muertos y desaparecidos, las familias rotas y el exilio para salvar la vida en la cacería que se desató. Seguía siendo éste un tema tabú en Chile, y quien me sacaba el tema como partidario de Allende, hacía un ademán de clandestinidad, de no querer que nadie lo escuchara opinar.







Con el estómago a rebosar me despedí por octava vez, y por fin tomé la ruta. Tras la colina que protegía Puerto Octay partía un camino de tierra que rodeaba el lago por la orilla norte, en dirección al siempre presente volcán Osorno. El viento cruzaba el lago y se helaba en sus aguas antes de azotar el camino; combinado con el deplorable estado del pedregal, me regaló otro día duro para la cuenta. Algún ingeniero industrial, seguramente norteamericano, había diseñado el sistema de suspensión de los coches pensando sólo en las carreteras de asfalto, sin calcular los efectos que tendría sobre los caminos de tierra. Existe una propiedad física de los sistemas que se llama frecuencia propia o de resonancia, a la que tienden a oscilar cuando se someten a movimiento. Y al ingeniero de marras se le olvidó filtrar en las suspensiones de los coches la frecuencia de resonancia de, más o menos, unos 60 cm de longitud de onda. Me explico: cada coche que pasa por un camino se pone a vibrar con los baches, y al poco lo hace predominantemente a esa frecuencia propia, batiendo el suelo en resonancia para darle la forma de las viejas tablas de lavar ropa, con ondulaciones separadas unos 60 cm entre sí. El mamón del ingeniero consiguió que todos los caminos de tierra del mundo sean un suplicio de surcos bonitamente delineados en el suelo; cualquier ciclista sabe a qué me refiero, la desesperante incomodidad del camino ondulado. Y estará de acuerdo conmigo en que habría que condenar a cuarenta azotes al puñetero ingeniero, como poco.







Pese al panorama, seguía disfrutando de campiñas verdes, del lago enorme y azul como un mar, y de los varios volcanes nevados que lo rodeaban. Algunas casitas perdidas recordaban el escenario de una película de terror, y más con lo infrecuente que era avistar a alguno de sus habitantes. Al final de un tupido bosque casi sin luz, desemboqué en la falda del Osorno, campos de lava y cenizas a los que algunos árboles se agarraban como podían. El cono nevado se veía imponente, aparentemente a un paso de donde me encontraba. Tomé un desvío por una perdida carreterita que alternaba tramos de asfalto y otros de impracticables cenizas volcánicas, para subir paralelo al poderoso Petrohue, un río que nacía en el lago del mismo nombre. Tras un esfuerzo considerable conseguí llegar a la meta y al final del camino, la orilla del lago, quieto como un espejo, reflejando sus picos y las caprichosas nubes que se formaban en sus hielos. Se suponía que allí había un pueblito, pero sólo encontré unas pocas casitas y un hotel de lujo, así que volví unos kilómetros río abajo para buscar dónde acampar. A los pies del impresionante Osorno, y junto al estrépito del río, puse la tienda para protegerme cuanto antes. Afuera, nubes de mosquitos y tábanos hacían la vida inviable, pero al abrigo de la mosquitera podía contemplar el bellísimo atardecer y el volcán durmiente.





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