30/11/08

Sábado 22 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Quemchi a Delcahue, isla de Chiloé: 54 km
Recorrido total: 1.525 km






Cuando sonó el despertador, una intensa lluvia tronaba sobre los tejados de lata. No invitaba a salir de la cama, me dí media vuelta y seguí durmiendo confiando en que se pasase pronto. Pero así continuó toda la mañana, dándome tiempo a desayunar, a ver hasta repetidas las noticias en la CNN, y a aburrirme viendo llover por la ventana. La casa estaba vacía, con toda la familia en clase o trabajando, y el fastidio del clima me volvía a retener bajo techo. Aún no había regresado nadie de sus tareas cuando, sobre la una de la tarde, dejó por fin de llover, y aprovechando el impulso de valentía que me dio un café caliente, armé la bici y a mí mismo de valor, y salí a pedalear a sabiendas de que el aguacero no tardaría en volver. Una vez en marcha ya no importaba tanto lo que viniera, pero estando junto al calor de una estufa no era fácil decidirse por salir a la intemperie.











Por segunda vez me decanté por explorar un caminucho de tierra que bordeaba la costa hacia el sur, en lugar de la carretera de asfalto que seguía por el interior. Tal vez los increíbles paisajes de la isla me aguardaban pegados al mar. Pero, por segunda vez, me encontré con un recorrido sin demasiado interés, desde el que sólo llegué a ver el mar al final del día. El terreno era un poco más accidentado, y las cuestas se combinaban con rachas débiles de lluvia para ponerme a prueba. Sólo hice una parada en todo el día para almorzar un bocadillo al cobijo de un techado abandonado; pero no lo alargué más de lo necesario, pues el viento frío me puso a tiritar en pocos minutos. Era cuestión de no dejar nunca de pedalear. La ruta se me hizo tan desapacible que, cuando llegué al primer pueblo, con un par de horas de día por delante y una cantidad ridícula de kilómetros en la cuenta de la jornada, preferí buscar alojamiento y darle una patada a la bicicleta. Delcahue no era un pueblo demasiado atractivo, pero el sol reapareció muy oblicuo tras las nubes del atardecer, y el brazo de mar repleto de barquitos que separaba el puerto de una isla enfrente de él, se llenó de una increíble luz que sorprendía a la vista. Un arco iris que parecía surgir del mar enmarcaba el verdor deslumbrante de la isla, y el colorido iluminado de los barcos contrastaba con un mar oscurecido por el reflejo de las espesas nubes. Me di cuenta de que, con un mejor clima, la isla realmente tenía mucho que ofrecer. El paseo marítimo terminaba en un palafito de madera colgando sobre pilotes, donde se vendían artesanías y productos del mar. La señora me advirtió de que no debía continuar el paseo más allá de su casa; aquellas calles ya eran dominio de malandros. Hasta recientemente Delcahue había sido un pueblo tranquilo, pero desde ciudades como Osorno y Concepción había llegado un grupo de familias medio desestructuradas, cuyos hijos andaban tonteando con drogas y alcohol, y que a cada rato asaltaban cuchillo en mano a quien se adentrase en su barrio. Le agradecí su oportuno aviso, y regresé por el paseo del mar para seguir disfrutando de los colores del atardecer. Regresé a cenar al bar de la pensión, donde se daban cita los marineros para ver los partidos de fútbol del sábado y tomar una jarra de cerveza tras otra.




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