1/11/08

Jueves 23 de Octubre de 2008

Nadie parecía saber a ciencia cierta a qué hora pasaba el autobús a Chiquilá. Nos habían dicho que sobre las 5:30 pasaba uno, y que el siguiente venía sobre las nueve. Nos pareció demasiado un nuevo madrugón, que ya llevábamos unos cuantos, así que salimos a la calle con nuestras mochilas sobre las 7:30. En realidad era cosa de suerte, porque cada cual nos daba un horario distinto. Finalmente tuvimos que esperar más de tres horas interminables, en las que muchas veces estuvimos por mandar al diablo a Chiquilá e Isla Holbox para irnos a Cancún y la Riviera Maya, que ya quedaban a un par de horas de camino.

Chiquilá era un pueblito feo, en un mar protegido por la península a la que nos dirigíamos, que lo privaba de oleaje o playa. En su lugar aparecía un manglar bajo y un puerto sencillo; antes de tomar el transbordador que nos cruzase al otro lado de la bahía, a Isla Holbox, teníamos que buscar un cajero, pues sin darnos cuenta nos habíamos quedado sin reservas a la vez. Pero claro, Chiquilá no tenía cajero, ni banco, ni nada de nada; y después de pagar el pasaje a Isla Holbox no nos quedaría más que lo justo para pagar los billetes a Cancún. Ya nos habían dicho que en Isla Holbox no había cajeros ni bancos; así que comencé a ponerme nervioso, la falta de previsión nos podía llevar a no tener pesos para comer si queríamos salir de allí. Sólo me quedaba una uña por roerme cuando desembarcamos en Holbox, pero en cuanto pregunté me dieron señas de un gringo que podía cambiar euros por pesos. A un tipo de cambio de usura, pero al menos salvábamos el día. Para casos como éste llevo siempre en la mochila una reservilla de euros, que en muchas ocasiones me han rescatado ya de un apuro.

Ya calmado con pesos frescos en el bolsillo (Susana, llena de optimismo y de amor por la vida ni se había incomodado por la situación), tomamos el camino de la playa, al otro lado del pueblo, que ocupaba una franja de tierra de sólo unos cientos de metros de anchura. El día estaba lluvioso, el cielo gris, y sus calles de tierra se convertían en balsas y barrizales que no era fácil sortear. Una vez encontrado un alojamiento digno y económico salimos a pasear por la playa desierta. La temporada baja había reservado aquel paraíso para nosotros solos, así que disfrutamos de la soledad. Con el temporal estaba turbia el agua, y no era posible el buceo, que era lo que nos había llevado hasta allí. Mientras Susana se desplomaba sobre la arena y se dormía profundamente, disfruté del agua templada del mar, de sus olas casi imperceptibles, y de la armonía de aquel rincón alejado del mundo.








Poco antes del atardecer se hizo hueco entre las nubes un sol tímido, que iluminó el mar y la arena para darnos una estampa más típicamente caribeña. Tumbados en las hamacas de una cafetería a pie de playa, y tomando un rico expreso de Chiapas, admiramos una vez más la belleza de la Naturaleza; la fortuna que teníamos de poder estar allí, meciéndonos suavemente al viento, conversando tan ricamente en perfecta armonía… la vida era maravillosa, y eso no había que olvidarlo nunca.









Antes de que el anochecer se llevase el sol, comenzamos a caminar kilómetros de playa en dirección al extremo oeste de la península. Entre garzas y pelícanos, nubes y filtraciones de un sol inflamado, se apoderó del cielo un envolvente atardecer desbordado de color. Lo contemplamos absortos hasta que se convirtió en noche. Bueno. Mentira cochina. Hasta que los mosquitos le cogieron gusto al repelente y comenzaron a darse un festín con nosotros.









Con la noche ya cerrada regresamos a la playa, para escuchar en la oscuridad el rumor de sus leves olas. Parecía que nunca se nos acababa el humor y la conversación, y por momentos tenía la sensación de que Susana era la única persona de este mundo que podía entenderme plenamente. Era una suerte tener un compañero de viaje como ella.
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