15/11/08

Domingo 9 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Pucón a Panguipulli: 99 km








Pensaba continuar pedaleando de todos modos, pero inesperadamente amaneció con algunos claros en el cielo. Hacía frío, pero ya parecía que las lluvias habían pasado. Los nuevos huéspedes de la posada me habían desvelado entrando y saliendo del barracón-dormitorio, sin miramientos, encendiendo la luz y hablando en voz alta hasta bien entrada la madrugada. Así, a la hora que había quedado con Helen en estar listos para ponernos en marcha, apenas había dormido cuatro horas. Una vez más tenía un día duro por delante, y sin haber descansado en condiciones.
Tomé venganza de mis desveladores haciendo todo el ruido posible, metiendo y sacando las bolsas en las alforjas, con la cortina bien descorrida para que entrase suficiente luz para mí y para los impresentables que no me habían dejado dormir. No soy persona propensa a revanchas, pero de vez en cuando sienta bien dar una lección de civismo con un poco de incivismo, por puro afán pedagógico.







Por la orilla del lago de Villarrica tomamos camino a la ciudad del mismo nombre, por una carretera asfaltada entre floridas granjas a la orilla del agua. Las últimas nubes se aferraban a la cumbre del volcán, que después de 4 días en Pucón todavía no había alcanzado a ver.
Villarrica era un pueblo un poco feo, cerca del lago, pero sin aprovecharse de su belleza en su urbanismo. Allí paramos a almorzar algo antes de iniciar las subidas que nos separaban de Lican Ray, a orillas del siguiente lago. Helen seguía en su tónica silenciosa, pero ya había pensado yo cómo superar la situación algo incómoda en que me veía, sin llegar a ser rudo. Llegados a Lican Ray, tomaría yo el desvío a Panguipulli, una vuelta innecesaria que se apartaba del camino original hacia la frontera argentina, y que Helen seguro que prefería evitar. Por otro lado las vistas de los tres volcanes de la zona reflejados en el lago de Panguipulli bien podían valerme el desvío, un día como aquél en que por fin reinaba un cielo azul.








El lago Calafquén, a orillas de Lican Ray, ofrecía el paisaje de montañas reflejadas que poco a poco se me empezaba a hacer monótono, sin perder por ello un ápice de su incuestionable belleza. Después de un rato de contemplación, llegó el momento de separarnos. Helen tomó la carretera del este, y yo me dirigí hacia el sur. Realmente estaba hecho para la soledad, a falta de una compañía perfectamente complementaria como lo fue Susana en México; un profundo alivio de felicidad se acomodó en mí. Escuchando música y dejando vagar la mente en una especie de meditación, sentía el latir de la vida en mi piel, sin presencias extrañas que me distrajesen. Poco a poco aparecían tras las lomas boscosas los tres conos volcánicos brillando cegadores ante un sol tibio que se hacía luminoso en sus nieves. El Villarrica, el Quetrupillán y el Chosuenco reinaban sobre un paisaje verde mientras yo avanzaba por la fácil planicie que rodeaba los lagos.








Descendiendo al siguiente valle llegué por fin a Panguipulli, un pueblito entre verdes asombrosos a orillas de un lago. Los tres volcanes cercaban el oriente y el norte, e incluso sus habitantes, más que habituados a la postal, ocupaban las mejores posiciones del paseo del lago para disfrutar de las vistas de la tarde. Me sobraba tiempo para recorrer otros 30 kilómetros y dormir más adelante, pero la belleza sobrecogedora del lugar me decidió por hacer noche en Panguipulli. Entré en una tiendita a comprar algo de merienda y preguntar por alguna pensión. Una mujer que había entrado con su marido e hijos, al escuchar mi acento me saludó. Era asturiana, y llevaba más de 25 años en Chile. Había conocido a su marido cuando éste fue a Asturias a los partidos del mundial del 82, y se la había traído al país austral. No echaba de menos su tierra natal, aunque desde que entrara en erupción el volcán que dominaba el pueblo donde habían vivido todos estos años, estaban como exiliados. Ya llevaban dos años lejos de su granja, ahora sepultada bajo un metro de ceniza volcánica. Pronto pasaría yo por su pueblo, donde hacía poco que se había cancelado la alerta roja que evacuara a todos sus habitantes. Pero Ángeles, más consciente que yo de lo revuelta que venía la partida en España, ni se planteaba volver por allí.

Después de descargar los bultos en una pensioncita, con la bici libre me dirigí hacia la orilla sur del lago. Al final de un camino de tierra encontré una playita que ofrecía unas perspectivas inmejorables. Aquel lugar era maravilloso. Durante más de tres horas asistí absorto a la evolución de la luz del atardecer sobre los tres volcanes y sus reflejos sobre el lago; de los tonos del bosque que tapizaba las montañas más próximas, y de las praderas impecables que rellenaban el pueblo y sus alrededores. Pensé que, si alguna vez ya viejito quería elegir un lugar para alejarme del mundo y saborear cada puesta de sol, aquel rincón bien podía ser el lugar perfecto. Para levantar una cabañita en la orilla del agua, y dejarse morir rodeado de pura belleza.




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