30/11/08

Viernes 21 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Ancud a Quemchi, isla de Chiloé: 87 km
Recorrido total: 1.471 km






Cerca de Ancud había una playa habitada por pingüinos de Humboldt, que componían el atractivo turístico principal de la ciudad. Aquella mañana me la tomé con calma, había pensado recorrer el camino de tierra hasta la pingüinera, y seguramente regresar por la tarde para dormir en la misma casita de Ancud. Por si acaso cambian los planes, siempre prefiero llevarlo todo conmigo, así que armé las mochilas y preparé la bici.
En la calle hacía bastante frío, y el cielo encapotado no anunciaba nada bueno. Entré en una cafetería del centro para retrasar un poco más el comienzo del pedaleo, y acabé saliendo a la hora del almuerzo. En mal momento, pocos kilómetros después se puso a llover, una lluvia intensa y ventosa. Me coloqué el impermeable y decidí continuar por la carreterita que bordeaba las oscuras playas desiertas, pero en un momento de debilidad llegué a la conclusión de que no valía la pena pasar tantas penurias por unos pingüinos, y decidí dar media vuelta para volver a Ancud. De pronto, tras unos 1.400 kilómetros de recorrido sin pinchar, la rueda de atrás me dejó tirado cuando más fuerte diluviaba. Justo lo que me faltaba, pararme allí con el cuerpo sudado para quedarme bien helado. Reparar un pinchazo bajo la lluvia no es cosa fácil, así que pasé la verja de una granjita cercana y empujé la bici hasta la casa, una pequeña cabaña de madera, para pedir a los dueños que me dejasen arreglar la rueda debajo de su porche. Se trataba de una pareja joven, ambos de unos 25 años, y me miraron como a una aparición dado la que estaba cayendo. No sólo me ofrecieron el porche, sino un café caliente mientras, embarrado y empapado, desmontaba las mochilas y la rueda, y trataba de desliar el entuerto. Para colmo, con la humedad no quería pegar el parche sobre la cámara, y tuve que aplicar la llama de un mechero para que por fin se adhiriese. Pasé después a la casita, a tomar el café y unas rebanadas de pan con mantequilla. El chico no parecía muy despierto, y no llegó a abrir la boca, pero ella era bien parlanchina, y curiosa. Me preguntó extensamente sobre mi país, cómo era la gente, cómo el paisaje; en qué eran diferentes nuestros pueblos y ciudades a los de Chile... Ambos trabajaban como encargados de un camping próximo, y entre los dos recibían un salario de 150.000 pesos, unos 200 euros. La verdad es que la vida era mucho más barata en Chile que en España, pero con un sueldo como aquél no podía entender cómo sobrevivían. Me contaba que las cosas se habían puesto complicadas en el último par de años, los precios se habían multiplicado por tres, y los salarios ya no daban para vivir… y eso que aún no habían empezado a notarse los efectos de la tan anunciada crisis. Cómo sería la vida con las vacas flacas, si ya con las gordas no había quien llegara a fin de mes. Y con todo allí estaban, ofreciéndome su desinteresada hospitalidad a cambio de un poco de charla. Eran lindos, muy lindos estos chilenos.

Les agradecí de corazón su ayuda y continué hacia Ancud. Justo cuando llegaba al paseo marítimo dejó de llover, y en ese momento me crucé con Helen, la ciclista holandesa que ya me había encontrado varias veces. Nos estuvimos poniendo al día de nuestros viajes, nos alegraba volver a vernos. Entretanto en el cielo se empezaban a ver claros… la lluvia había durado lo justo para reírse de mí, y después de pasar un buen rato a mi costa se marchaba a otra parte. Ahora ya no tenía sentido quedarme a Ancud un día más, y decidí aprovechar la tregua del tiempo para continuar trayecto. Me despedí de Helen hasta el próximo reencuentro, y seguí por la carretera hacia el sur de la isla.







Seguía sin encontrar el atractivo de Chiloé, imaginaba que una ruta en barco por sus costas quebradas y sus racimos de islotes verdes podía tener su interés; pero el interior era de lo más insípido. En medio de la carretera, cerca de nada, me encontré un puesto de pasteles atendido por tres hermanas de cierta edad. De su ascendencia alemana conservaban la receta de un buen Kuchen; y de la ascendencia española, el primer apellido y el hablar algo guasón. Su padre había llegado de España exiliado después de la Guerra Civil, y ya nunca quiso regresar, ni en tiempos de la democracia, para ver de nuevo su aldea de Galicia; nunca había superado el dolor de la guerra perdida, de los sueños rotos. Le dolía España, o más bien el cadáver de la España que nunca volvería. Para ellas todo aquello sólo eran ya cuentos de los mayores, aunque hablaban de ello con respeto; hacía poco que habían visitado Galicia de vacaciones, pero no consiguieron si quiera encontrar la aldea de su padre, seguramente abandonada y envuelta en zarzas desde hacía décadas. A ellas les había tocado sufrir la dictadura de Pinochet, pero con todo lo despiadada que fue, nada les parecía en comparación con las historias que su padre les contara de la España de la Guerra Civil. ¿Y cómo era eso de que había jueces españoles que habían querido enjuiciar a Pinochet, si todavía no se habían atrevido con los golpistas y carniceros del franquismo?






Al final de la carretera y de la tregua de la lluvia, llegué a Quemchi con las primeras gotas de otro aguacero. Era un pueblito pesquero junto a un mar poblado de islotes verdes, y encontré acomodo justo a tiempo de no tener que ponerme de nuevo el impermeable. El dueño de la casa era un tipo activo al que le encantaba resolver los pequeños problemas domésticos con pequeños inventos llenos de ingenio, y mostrándome algunas de las soluciones que había ideado, encontramos que teníamos aficiones en común, y mucho de lo que conversar hasta bien tarde.





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