1/11/08

Viernes 24 y Sábado 25 de Octubre de 2008





El viaje estaba llegando a su fin. Habíamos reservado los últimos días para regresar a las increíbles playas de Tulum, y aquella mañana volvimos a levantarnos antes del alba para tomar el primer barco de regreso a Chiquilá. Los 20 minutos atravesando el mar calmado de la bahía coincidieron con el amanecer, y se llenaron de colores sobre los mangles reflejados en el espejo del agua. En Chiquilá esperaba el autobús a Cancún, y tras unas horas de viaje que aprovechamos para dormir un poco más, llegamos a la ciudad del Caribe después del mediodía. Comimos unos tacos para llenar el estómago en los puestitos callejeros, y sin más tomamos el siguiente autobús a Tulum. Al cabo de dos horas estábamos de vuelta a la Casa del Sol, una de las mejores pensiones en las que estuviéramos durante el viaje, con el ambiente familiar de Carlos y sus hermanos. Allí le habían robado el pasaporte a Susana, así que el buen recuerdo no era completo, pero seguía siendo la mejor opción en Tulum.






Veníamos ansiosos de playa, y no le dimos ni opción a Carlos, el dueño, de darnos más plática, que ya habría tiempo. Dejamos las cosas, y tomamos un taxi a la playa. La otra opción era tomar un colectivo y después caminar varios kilómetros, y el precio no era muy diferente, así que para aprovechar las pocas horas de tarde que nos quedaban, preferimos tomar el taxi. La playa Paraíso seguía soberbia, como la última vez que la habíamos visto; pero la meteorología no era la del verano, por lo que el agua andaba un poco revuelta, y nos quedamos con las ganas de practicar un poco de buceo. El cielo encapotado disimulaba y agrisaba el colorido del agua, e incluso la temperatura era algo menor. Pero allí estábamos, dándonos un regalo de playa para despedir los últimos días de un viaje que había salido estupendamente. Completo y variado, interesante y con un poco de todo. Me había acostumbrado a viajar acompañado, y sabía que seguir solo por Chile me iba a resultar un poco duro, sobre todo al principio. Con quién iba a compartir las maravillas que viera, con quién conversar sobre lo que viviera.






Hacia el atardecer volvimos caminando por la carreterita desierta de las ruinas de Tulum, y del cruce volvimos en colectivo hasta el pueblo. A lo largo del viaje nos habíamos aficionado a algo típico de México, los licuados, batidos de leche con frutas tropicales que eran insuperables cuando había hambre y sed. Compramos lo necesario para hacer una cena en la cocina compartida de la Casa del Sol, mientras charlábamos con Carlos y sus hermanos. Su padre los había maltratado y les había dado una niñez insoportable; en seguida comenzó la diáspora, cada uno de los chavales se escapó como pudo. El más aventurero, Víctor, con 9 años agarró una bicicleta y se marchó en dirección al sur, pasando Belize y Guatemala, y llegando al Salvador. Allí donde paraba buscaba pequeños trabajillos que le daban la plata necesaria para seguir comiendo y pagando fonda. Jamás volvió a ver a su padre.
Carlos, por su lado, como el mayor de los hermanos, había aguantado el que más; pero finalmente había tomado el camino de la frontera, y toda su vida la tenía en EEUU. También su pequeña fortuna, pues 30 años de trabajo le habían permitido juntar el dinero para construirse ahora su viejo sueño, una casita junto al mar en Tulum, y un hospedaje para viajeros. Con la excusa del hostal, había reunido a todos los hermanos, y ahora trabajaban juntos para ponerla en pie y atenderla. No parecía fácil la convivencia, y eso lo notábamos hasta los huéspedes, pero después de un pasado así no era de extrañar; en el fondo eran unos perfectos desconocidos, pero sí que al menos parecía que cada uno ponía lo mejor de su parte, para rearmar una familia que se había desmembrado hacía décadas.

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Estábamos allí para lo que estábamos, playa caribeña para desquitarnos, y para tomar bríos por los años que seguramente pasaríamos sin ver playas semejantes. Bien temprano salimos de la posada, y tirados en la arena, bañándonos y tratando en vano de ver algo con las gafas de buceo, se nos fue todo el día. Tal vez fue uno de los días más inactivos de todo el viaje, pero seguramente nunca nos arrepentiríamos de ello. A la vuelta nos cayó el diluvio que se había estado formando todo el día alrededor de la playa, y con las calles convertidas en pequeños ríos entramos a cenar en un local en el que bastante tenían con achicar agua para que no les llegara al cuello.

Habíamos quedado con Carlos en que nos prepararía un temazcal para la noche. Se trataba de una especie de sauna ritual que utilizaban los aborígenes desde tiempos inmemoriales; como en una sauna, se echaba agua sobre piedras calentadas al rojo en una hoguera; pero con la diferencia de que los nativoamericanos utilizaban infusiones de plantas medicinales; algunas incluso alucinógenas, que unidas al calor intenso del vapor en el recinto cerrado los llevaban de viaje astral. No pretendíamos más que una sauna de hierbabuena, pero con la lluvia se le había mojado la madera, así que nos quedamos con las ganas. A cambio salimos a tomar algo por los bares del pueblo, más vacíos que en el verano, pero aún animadillos. Como cada noche acabábamos comentando lo que habíamos visto y oído, en un agradable ritual que pronto echaría de menos cuando nuestros caminos se separasen. Me había dado cuenta de que Susana era la mejor compañera de viaje que había tenido en 15 años de viajero, dejaba el listón muy alto en lo sucesivo. Gracias Susana, ha sido un placer.
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