1/11/08

Domingo 26 de Octubre de 2008





A sólo unos kilómetros de Tulum había una playa que nos habían recomendado, porque a unos metros de la arena se podía nadar junto a tortugas marinas de gran tamaño. Parecía una experiencia interesante, así que preparamos una mochilita con los bártulos para el buceo, y tomamos el colectivo, a playa Akumal. Dejamos nuestras cosas junto a una familia que tomaba la sombra bajo un grupo de palmeras, y entramos al agua. El sol aparecía y desaparecía entre las nubes, y el mar no terminaba de caldearse. Nos costó un poco más de la cuenta mojarnos, pero en seguida comprobamos que valía la pena. Lo primero que apareció bajo el agua fue una manta raya de tamaño mediano, pero siempre sorprendente por volar más que nadar, a ras de la arena del fondo. Y un poco más adentro, las tortugas, rondando el metro de largo, indiferentes a nosotros mientras comían de las algas del fondo. Cada cierto tiempo salían a respirar a la superficie, momento en que era más fácil nadar junto a ellas… los dos estábamos maravillados por el privilegio de verlas desde tan cerca, y en su medio natural. Aún nos aventuramos unos cien metros mar adentro hasta la barrera coralina que protegía la bahía. No era peligroso internarse, ya que varias vías de boyas unidas por cuerdas podían servir en cualquier momento de salvavidas en caso de problemas. Al fin nadábamos por una zona de aguas claras, y entre bancos de peces de colores. Susana llevaba dos meses soñando con ese momento.






La arena de la playa no era espectacular como el litoral de Tulum, pero las tortugas marcaban la diferencia. En la arena Susana vivía su despedida interior, su final de viaje y su pronto regreso a la realidad, la dura realidad. Ya se la veía nerviosa, con un pie en Madrid buscando trabajo y viviendo la incertidumbre de tiempos algo más difíciles que de costumbre. Es complicado cambiar la libertad y el bienestar interior del viaje por la rutina de la vida real, por la frialdad de la ciudad gris y antipática que es Madrid. Antes de que se fueran las últimas luces de la tarde caminamos de regreso a la carretera para tomar el colectivo a Tulum.






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Y haciendo un paréntesis en el relato, quería hablar aquí, fuera del momento en que ocurrió, sobre una conversación que tuvimos con un mexicano que conocimos por el camino. Lo que nos contó tenía miga, por lo que he preferido sacarlo de contexto para que nadie pueda identificarlo por culpa de este blog. Se trataba de un ex policía que había vivido en primera persona los hechos que contaba, y que por todo ello había decidido dejar su trabajo tras cinco años en activo. Hoy vivía una vida más tranquila, aunque seguramente asaltado por el miedo de vez en cuando. Nos desviamos de una charla más casual para comentar alguna noticia que había salido en los periódicos, la habitual matanza de cada mañana a manos del Narco. Comenzó criticando la hipocresía del Gobierno, que llevaba meses supuestamente inmerso en una guerra contra el Narcotráfico. Qué farsa tan enorme, decía, cuando el Narco y su violencia eran la misma policía y el Estado. Él lo había vivido desde dentro, de 20 policías que uno se encontrase, podía haber dos o tres que quisieran cumplir con las leyes, que eran los buenos, según sus palabras. Los otros 17 eran corruptos, al servicio del narco, y más delincuentes que los propios delincuentes. Había estado un tiempo destinado en un puesto fronterizo con Guatemala. Decía que todos en el cuerpo policial conocían perfectamente quiénes eran los capos, los jefes de los Carteles, y que todo lo que se hacía era abrirles la frontera sin control alguno, y saludarlos cortésmente; después de todo eran ellos los que gobernaban el país y pagaban sus sueldos…
Una vez había sido destinado a una prisión, de incógnito, para controlar el narcotráfico. Como novato, había supuesto que su misión era localizar a los traficantes, y detenerlos. Pero cuando informó a sus superiores de que era el propio alcaide de la prisión el que organizaba el tráfico de drogas y armas, había recibido la rechifla de sus compañeros, y un aviso para que anduviese más vivo en lo sucesivo. Su misión era salvaguardar la organización criminal, no desmontarla.
En otra ocasión, estando en comisaría, se armó un revuelo: decían los compañeros: “Han secuestrado a una chica”. Él creyó que se trataba de un caso más de desapariciones de mujeres, tan típicos en México, y que habría que ponerse a trabajar para tratar de salvar a la pobre. No se trataba de eso. El comisario era el secuestrador, llegaba a la comisaría con una muchacha… nuestro amigo se marchó, para no ver lo que estaba a punto de suceder. La chica iba a ser violada, torturada y asesinada, por los mismos policías que supuestamente debían evitar casos así. ¿Las mujeres desaparecidas de Ciudad Juárez? Eran víctimas de la misma policía, de los más ricos, de las familias poderosas que se divertían con orgías de sangre. Los pelos se nos ponían de punta escuchando este relato… y durante el resto del viaje nunca más volveríamos a ver del mismo modo a los policías mexicanos. México era un país lindo y extraordinario, de gentes encantadoras y corazones enormes; pero ahí estaba el contrapunto, un país a merced de los más viles, dominado y gobernado por clanes de puros delincuentes psicópatas. Era como un clan de vampiros abusando de un pueblo indefenso, un retrato medieval de una sociedad tal vez condenada para siempre.

Nos contó tantas cosas del estilo que fácilmente se le fue una hora de prácticamente monólogo. Eché en falta una grabadora para poder reproducir al pie de la letra una entrevista que nos dejó helados.

La vida en la Casa del Sol era plácida. Por la noche se charlaba con buena música de fondo, y de entre los hermanos siempre había alguno con una buena historia que contar.
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