1/11/08

Jueves 16 de Octubre de 2008

Otra noche de autobús, bien movida, disfrutando del frío polar del aire acondicionado que me despertaba a cada rato con un castañeteo de dientes, y ya estábamos de vuelta a Tuxla Gutiérrez. Nada más salir del autobús nos descongelamos: volvíamos al trópico, al calor húmedo y selvático de los llanos chiapanecos, y aunque ya estaba apoderándose el nuboso otoño de la atmósfera, no alcanzaba a refrescar el ambiente.
Sólo teníamos que recoger el pasaporte nuevo de Susana del Consulado de España en la oficina de la ferretería, y ya podíamos salir del laberinto de hormigón de Tuxla. Un taxi nos dejó en la puerta, y una vez cerrado el trámite, tomamos un colectivo al centro: se nos había olvidado desayunar, así que estiramos los agarrotados músculos en una cafetería junto a la catedral, y después caminamos la hilera de cuadras hasta la parada de los autobuses a San Cristóbal. Recordaba haber pasado un poco de desconfianza paranoica paseando por Tuxla la primera vez: era nuestra primera gran ciudad en un país desconocido, y el aspecto no era el más saludable del mundo. Pero esta vez veníamos curados de espantos, y caminamos sin cuita por las calles ajetreadas de la mañana, acarreando todas nuestras pertenencias con nosotros.

Una hora después, tras el ascenso de la sierra, nos encontrábamos a 2.000 metros sobre el nivel del mar, de vuelta a la ciudad que más nos había seducido en todo el viaje: la indígena, mestiza, colonial, y casi mágica, San Cristóbal de las Casas. Nos recibía con su habitual y contrastado frío, con su vida relajada y mezclada, con sus estudiantes aguardando en la puerta de las facultades, con las mujeres indígenas cargadas con niños y mercancías. Susana y yo estábamos de acuerdo en que si tuviésemos que vivir en México, aquél sería un lugar ideal para quedarse. Bueno, si no fuese porque con los salarios locales y la falta crónica de trabajos disponibles, lo más probable sería que nos muriésemos de hambre cual náufrago lejos de casa.








Caminamos hasta la agradable pensión en la que habíamos pasado una semana meses atrás, pero no quedaban habitaciones libres, por lo que cambiamos a otra unas cuadras más al norte. La dueña era una joven suiza, rondando los 30 años, que se había decidido por dar el salto y vivir una agradable y fácil vida ganándose las lentejas con una casita de huéspedes repleta de viajeros alternativos. Se la veía disfrutar de su nueva vida, y a mí me daba buena envidia; hace años que yo me he planteado vivir de esta manera, conocí tanta gente por el camino que lo hizo…

San Cristóbal era escenario de un festival Cervantino, pero no parecía gran cosa: algún concierto público de música barroca, actuaciones callejeras,… Susana se fue a pasear y a buscar más información sobre sus inquietudes zapatistas, mientras yo me quedé en la posada escribiendo y poniendo en orden los recuerdos de los últimos días. Nos encontramos en la noche para dar un paseo de despedida, y tal vez prometernos regresar algún día con mucho más tiempo para disfrutar de la deliciosa rutina de la ciudad. Su ambiente cultural vibrante y ecléctico, el alma indígena de sus calles y mercados; la tranquila, pintoresca y armoniosa, pequeña y accesible San Cristóbal, acogía al visitante sin esfuerzo y con calidez pese al rigor de su clima. El zapatismo le añadía un carácter rebelde, innovador e inconformista, mentalmente activo y comprometido, impregnando el aire de aromas de nueva era. Cenando con música en vivo conversamos, como cada día, sobre lo lindo y lo feo, sobre lo humano y lo divino. Cuánto iba a extrañar la compañía de Susana cuando en unos días se separasen nuestros caminos.





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