19/11/08

Jueves 13 de Noviembre de 2008

Recorrido: del lago Correntoso a la frontera de Argentina con Chile: 77 km







Aunque no había acampado lejos de lugares poblados, nadie me molestó ni se acercó por allí aquella noche. Amaneció otro día azul maravilloso, pero yo no tenía ni un corrusco para hincar el diente, así que no me entretuve en la playa del lago. Recogí el tenderete y me puse en marcha hacia Villa la Angostura. Llamada el Jardín de la Patagonia, se trataba de otra pequeña ciudad de familias ricas, de casas de veraneo junto al lago y cerca de montañas donde podían practicar esquí. La avenida principal daba fe de esto con sus lujosos comercios y cafés, todos ellos construidos con gusto en madera, aprovechando la irregularidad de los troncos para darle un aire rústico pero sofisticado. Me hubiera comido una vaca con cuernos y todo, llevaba más de un día a base de pan y queso… pero cuando vi los precios me espanté, y se me quitó en seguida la gana de almorzar allí. Pasé por un supermercado a por algo de comida, y me hice un reparador desayuno, bien surtido de dulce y de grasa, que a este paso me iba a quedar en el ramaje. Y para quitarme el gusanillo de alta sociedad, me dí el lujo de tomarme un expresso en una terraza de la avenida. A doble precio que en España, pero eso sí que me lo podía permitir. Un caluroso sol de casi verano obligaba a buscar la sombra; con el frío que había pasado, pensaba yo… Haciendo tiempo para que la batería de la cámara se recargase, leí los periódicos, y continué con el libro que todo ciclista misántropo debe llevar consigo. Me refiero, uno cualquiera, pero uno que le guste al ciclista.

En la mesa contigua, un argentino de pro empleaba sus consabidas técnicas de seducción con una argentina prototipo. Haciendo tiempo para que la cámara acabase de recargarse, curioseé en las técnicas australes, para descubrir con asombro que la famosa labia, al menos en aquel caso, no era más que un mareante monólogo en que el tipo relataba hasta el detalle más insignificante su obra y milagros a la pobre paciente, que seguramente así entraba en un letargo hipnótico y bajaba la guardia. La verdad, el chaval tenía una vida de lo más gris, pero carecía de abuela, y lo contaba todo como si fueran hitos de la Humanidad.

Cuando ya nos tenía a punto de caramelo a la pobre y a mí, decidí recoger la cámara y marcharme. Ya eran más de las dos de la tarde, había echado la mañana en nada, pero qué delicia de terraza después de tantas penurias… Con la despensa repleta de provisiones, tomé el camino de regreso al lago, rumbo a la frontera chilena. Sólo había pasado a Argentina para ver los siete lagos y disfrutar de los dos pasos andinos en plena naturaleza, así que tocaba regresar.







Durante decenas de kilómetros no hice más que subir y subir, por una estupenda carreterita pavimentada que se colaba entre las montañas impresionantes que hacían de frontera natural. Un espeso bosque se iba formando en las bases, mientras las cumbres permanecían nevadas, como quitándose con pereza el invierno de encima. Bravas corrientes de agua abrían tajos en los desfiladeros, y tras el zigzag de curvas, la frontera. Al menos, el paso argentino, pues el control de la entrada en Chile distaba más de 40 kilómetros del argentino. Sellada la salida, la subida continuaba internándome en un paisaje cada vez más perdido, deshabitado por completo y crecientemente frío y ventoso. La altura cambiaba poco a poco los espléndidos bosques y el calor veraniego por una pelona en la que árboles cada vez más raquíticos se las veían con el clima. Tras varias horas de ascenso, bloques de nieve compactada jalonaban la carretera, y la primavera de la Villa de la Angostura quedaba ya en el recuerdo. Arriba seguía fiero el invierno, pero no me hacía falta la ropa larga, y con tal de no parar de pedalear me sobraban las calorías. Pero en algún momento había que descender lo subido. Al otro lado del puerto, la vertiente chilena ofrecía las espectaculares cumbres de otra cadena de volcanes, completamente envueltos en nieve, y en los que el viento del oeste se convertía en nubes espesas. A poco que bajé, ya con toda la ropa cubriéndome, recordé el Chile que en dos días casi había olvidado: frío húmedo, torrentes de agua por doquier, y un bosque espeso y lleno de musgos radicalmente diferente del lado argentino.








Unos cuantos kilómetros más abajo, en una empinada cuesta, me encontré un camión averiado a un lado de la carretera. El conductor llevaba unas horas esperando que un mecánico le viniese a echar una mano, y se entretenía sacando de la carretera, con una rama de bambú, las enormes arañas con aspecto de tarántula peluda que cruzaban, para que no las aplastasen los coches. Estuve un rato hablando con él. El hombre estaba nervioso, las horas de retraso suponían dinero, y últimamente el negocio estaba muy mal; ya hacía que se notaba la crisis, los pedidos eran menos, y con lo que sacaba no le daba ya ni para pagar la cuota del camión… pero tenía que seguir, justo ahora no podía rendirse, cuando su hija mayor acababa de entrar en el conservatorio. Algo que en España se hace casi como pasatiempos, en Chile era muy costoso, y Andrés no sabía si podría pagarlo si las cosas seguían así. Pensé en su hija… y es que nos educan para ser héroes y poetas, pero la cotidianeidad de la vida no da para mucho. No hay sitio en el mundo para el talento; ni para las ganas de mejorar el propio mundo. Malos tiempos, para la lírica. ¿Alguien se dará cuenta de una vez que andamos de vuelta a una segunda Edad Media? Por dios, que alguien apague la luz.

Le deseé mucha suerte, y continué el descenso vertiginoso, hasta llegar al control de entrada en Chile. Me decomisaron las naranjas y manzanas que traía, y hasta un chorizo que me quedaba en la despensa; todo por no sé qué alerta sanitaria y no sé qué plagas que venían de Argentina. Nuevamente con poca comida en la mochila, seguí por la carretera sin más remedio que acampar y tirar con lo que me quedaba. En un rinconcito de cuento, entre árboles centenarios cubiertos de musgos, encontré un planito escondido para poner la tienda y dormir. Y antes de que me diera cuenta, al frío se le unió la lluvia para poner a prueba la consistencia de la tienda.







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