7/11/08

Martes 28 de Octubre de 2008

Mi avión salía a media mañana. Tenía un largo día por delante, con tres aviones y una extraña combinación. Primero de Cancún a Miami; después de Miami a Bogotá; y de allí, vuelo a Santiago de Chile. Hacía falta armarse de paciencia, pero el costo de los tres vuelos era mucho menor que el de un vuelo directo, y a estas alturas del año sabático no estaba yo para derrochar. El autobús me dejó en el aeropuerto, y así comencé la carambola por toda la geografía americana. Cómo no, un vuelo a EEUU requería de controles extraordinarios. Nada de líquidos, como si aún hubiese pirados tratando de reventar aviones con nitroglicerina… no quería facturar la mochila, prefería llevarla como equipaje de mano para no arriesgarme a que me la perdieran con tanto transbordo. Dos tarros de líquido sobrepasaban el mínimo: un champú, y un protector solar. Me daba cuenta de que me los iban a quitar en el control, así que intenté salvar al menos lo más caro, el protector. Lo envolví dentro del saco de dormir, y dejé cerca el champú. En el escáner debieron de ver dos botes, pero los tuve un par de minutos entretenidos haciéndome el loco; cuando encontraron triunfantes el bote de champú ya se habían olvidado del otro bote, y entró sin dificultades al coste de aquél. Así que, queridos terroristas de todo el mundo, nada más fácil que colar 300 ml de protector solar explosivo en un avión, para atormentar a los pasajeros con olor a coco y vainilla. De todos modos, para los aprendices, añadir que lo de los explosivos líquidos ya no se lleva, es demasiado retro. Mejor colar explosivo plástico dentro de la suela del zapato, o en la batería de un aparato electrónico, opaca a los escáners. Estos de los aeropuertos no se enteran de nada. Hablando en serio, el tema de los líquidos y los aviones es tan estúpido que demuestra que no pretenden otra cosa con estos controles que extender y generalizar el miedo y la paranoia colectiva, afianzar el Estado del Miedo con el que nos dominan desde hace unos años. Con cuentos de viejas como estos, consiguen que adultos hechos y derechos parezcan bebés asustados, dispuestos a descalzarse y desnudarse en los arcos de los aeropuertos, o de renunciar a los más elementales derechos civiles provenientes de la revolución francesa.






El formulario norteamericano de inmigración tenía su aquél. Rodeado de norteamericanos en la sala de espera del vuelo a Miami, sentía el peso de la Historia en sus miradas desconfiadas y recelosas. Ese pueblo enriquecido en exceso, pasó su época dorada cultivando un delicioso hedonismo según se iba sumergiendo en una absurda espiral de arrogancia. De ahí nació su visión casi judaica de pueblo Elegido, para dominar el Mundo, para dar lecciones hasta al último rincón de la Civilización. En unas décadas construyó su efímero Imperio, y se dedicó a dar bofetadas allá donde le llevaban la contraria. Hoy, con un planeta lleno de enemigos suyos, el miedo secuestraba sus miradas, las del que tiene mucho que perder y ya no se fía de nadie. Me resultaban cómicos, incluso me inspiraban ternura, tan perdidos y desorientados, tan confundidos y convertidos en ovejitas a merced de sus tiranos. Mirando a su alrededor parecían buscar las barbas de un famoso espía de la CIA, un tal Bin Laden que los traía locos.

Muchas veces he llegado a la conclusión de que el Ser Humano se vuelve caduco y decadente cuando consigue la riqueza y la abundancia material. Se convierte en un ser vulnerable y blando, manejable y acaudillable. Es triste reconocerlo, pero sólo damos lo mejor de nosotros mismos en la dificultad, en la penuria. Sólo de la miseria nace el talento y la alegría. Que se lo pregunten a los malogrados argentinos, o a los brasileños en su país al que el futuro nunca llega. Entre tanto pensaba en España, desperezándose poco a poco de su sueño de eterna primavera, volviendo a la cruda realidad con cada telediario. Todos nos subimos a la parra y creímos en un futuro deslumbrante; no podía ser de otro modo, éramos los mejores, los más listos. Nos creímos unos fuera de serie, pasando en pocos años del eterno complejo tercermundista a la arrogancia más ñoña y autocomplaciente. Ahora regresábamos despacio, pero seguro, a los tiempos del cocido y el bocata de salchichón, de los jornales y los rateros de esquina. Se pasó la primavera, y sin tocar el verano regresamos al invierno. Tal vez ahora volveríamos en la penuria, y lección de humildad mediante, a ser un pueblo que valiese la pena. El tiempo lo diría.
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