1/11/08

Viernes 17 y Sábado 18 de Octubre de 2008







No había más tiempo para San Cristóbal. En principio nos habíamos planteado abandonar Chiapas después de esta ciudad, y volver directamente a la costa del Golfo para disfrutar del Caribe con tranquilidad. Pero en México DF, nuestros amigos Óscar y Ruth nos habían convencido de hacer una visita a Lacanjá, un remoto pueblito casi en la frontera con Guatemala, en el que se podía conocer a los nativos lacandones y visitar la selva virgen en su compañía por un precio muy razonable. Así que pasamos todo el día en el transporte para poder llegar a Lacanjá.








Por la cantidad de horas de autobús bien hubiera valido la pena viajar de noche; pero esto no era posible, ya que teníamos que conectar varios trayectos de unas pocas horas en colectivo, y sólo hacían el recorrido de día. El primer tramo, dos horas desde San Cristóbal a Ocosingo. Después otras dos horas de Ocosingo a Palenque; y tras un rato largo de espera que aprovechamos para almorzar, otro trayecto de cuatro horas hasta Lacanjá. Todo el recorrido desde San Cristóbal había sido de bellísimas montañas y bosque de clima cálido; pero según nos fuimos acercando a la selva lacandona, la espesura y la altura de los bosques se hicieron más considerables, y poco a poco se vino la noche entre neblinas, lloviznas, y las estrechuras de los cerros y los tupidos árboles.

Lacanjá no era si quiera un pueblo común; era una cierta zona geográfica inmersa en selva en la que se desperdigaban las casitas de los lacandones, comunicadas por un laberinto de caminitos y senderos. No había un centro reconocible, ni nada que se le pareciese. Los lacandones habían vivido sin contacto con la plaga occidental hasta el año 1942, y pese a la presión de los gobiernos y de los colonizadores, mantenían un estilo de vida bastante intacto. Con una población que no llegaba a los 600 habitantes, los lacandones eran los legítimos descendientes de los mayas, cuya lengua hablaban todavía junto a un español mucho más entendible que el de muchos mexicanos más urbanos. Llegamos de noche, lloviendo; el conductor del colectivo se apiadó de nosotros y nos dejó en la puerta del campamento que nos habían recomendado, el Tucán Verde, apenas unas chocitas entre los árboles. La luz estaba encendida, pero no había nadie. Nos resguardamos de la lluvia bajo un techado, y esperamos con paciencia un largo rato mientras una miríada de luciérnagas intermitentes aparecía y desaparecía por turnos de la alta hierba de la explanada. Un rato después, en vista de que no llegaba el dueño, cogimos nuestras mochilas y caminamos el tramo de camino que llevaba a otro campamento, el Jaguar, donde esta vez sí nos atendieron. En seguida nos acomodaron y nos prepararon una cena, que ya iba siendo hora de comer algo. El dueño era un hombre entrañable, un lacandón rubio casi albino que tenía nada menos que 12 hijos y ya pasaba de 60 años. Vestía la túnica tradicional, blanca y larga hasta las pantorrillas, y lucía una melena larga y cuidada. Él solo había montado el campamento, las varias cabañas y los cuartos de baño, que junto con el trabajo en la milpa (la huerta) le daban para mantener a tan numerosa familia.

Hablando con ellos nos dimos cuenta en seguida de que, para ser uno de los pueblos más recientemente contactados e integrados a la vorágine oficial, eran sorprendentemente abiertos, y la comunicación parecía más fácil y fluida que con muchos otros mexicanos que habíamos conocido en lugares mucho más cosmopolitas.









La noche se adentró en la selva como había comenzado, con un fuerte aguacero que hacía sonar las infinitas hojas de los árboles y empantanaba la ya saturada tierra. Sentíamos el palpitar de la vida, el crepitar de los seres que no veíamos y que llenaban de ojos la oscuridad.


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Y amaneció como anocheció, lloviendo. Habíamos venido a hacer una excursión en la selva, pero con la que estaba cayendo y el fresco que hacía no era un buen plan. Además, por lo que nos dijeron, una lluvia tan copiosa anegaba los llanos y los llenaba de torrentes peligrosos, por lo que había que descartar del todo la exploración. Estábamos a las puertas de una selva fascinante, y no podíamos hacer otra cosa que charlar con la familia que nos acogía, y soportar bajo techado el ininterrumpido diluvio que no cesó ni un minuto durante todo el día. Leímos, escribimos; almorzamos en la cabaña principal. Especialmente interesante fue conversar con el anciano lacandón que, con la lluvia, estaba igual de varado que nosotros, con la milpa esperando que despejase para poder ser trabajada. Su delicado entendimiento mostraba una coherencia asombrosa; una conciencia ecológica sutil y una visión global por la que me hacía cruces: cómo aquél anciano que jamás había salido de Lacanjá conocía tan bien los problemas de nuestro mundo de locos occidental… Él había nacido en una época en la que todavía no sabían de la existencia del hombre blanco, pero parecía más enterado que muchos enteradillos que conozco. Sabía de sobra que vivíamos en ciudades insalubres, llenas de industria y de coches que envenenaban el aire y el agua, que contaminaban los alimentos y nos mataban prematuramente. Cultivábamos la tierra con químicos, tratando de acelerar los parsimoniosos procesos de equilibrio de la Naturaleza, que de este modo se rompían afectando a nuestra salud. Sí, se producía más y más grande, pero a costa de enfermarnos. No eran nuestras ciudades lugares para vivir, la vida se hacía miserable y carente de valor. Él trataba de transmitir a sus hijos el amor por la naturaleza, la necesidad de conservar los árboles, la pureza de las aguas y del aire; el frágil y maravilloso equilibrio de la tierra que nos daba de comer.










También era un entendido en las plantas medicinales, en los remedios de la Naturaleza. Y no sólo del cómo; sino del por qué. Tanto el organismo humano como la Naturaleza dependían del concepto de equilibrio; enfermaban cuando este equilibrio precario se rompía, y sólo con mucho tiempo y paciencia, a la manera de los procesos naturales, se podía devolver el equilibrio al organismo, es decir, acabar con la enfermedad. La medicina de los occidentales no atacaba la raíz, no restablecía el equilibrio, sino que atacaba los síntomas, y lejos de equilibrar agrandaba el desequilibrio. La gente, incluso muchos de los lacandones más jóvenes, preferían los médicos occidentales, el remedio rápido, la pastilla que arreglaba esto y rompía lo otro a cambio. Curarse realmente requería de lentitud, de una alimentación sana que restableciera las proporciones, la armonía de nuestro organismo; y de la delicada y dilatada ayuda de las plantas medicinales, que hacían su trabajo al ritmo de la Naturaleza. Era una delicia escuchar a nuestro amigo, que con un aspecto de otro tiempo pasado, transmitía ideas para un futuro mejor. Había algo mágico en estos lacandones, sí es verdad.

Siguió diluviando todo el día, y de nuevo la noche se envolvió de evocaciones reptantes, de sigilosas existencias, de miradas invisibles.









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