7/11/08

Domingo 2 de Noviembre de 2008

Por fin la bicicleta.

Recorrido: de Lautaro a las faldas del volcán Llaima: 96 km

En México me había acostumbrado a vestirme con toda la ropa que tuviese en la mochila para defenderme del gélido aire acondicionado de los autobuses. Aún así solía desvelarme en cada curva con los huesos helados y una intensa mala leche hacia la honorable madre del conductor. Y así, forrado de ropa, subí al autobús nocturno de Santiago a Lautaro. Tampoco pegué ojo, más que por la incomodidad del asiento, por el calor de estufa que me tuvo sudando toda la noche pese a quedarme en camiseta. Entre unas cosas y otras, amanecí en Lautaro sin haber dormido ni un minuto, con una sensación de somnolencia e hipnosis, molido, y como siempre, con ganas de cometer un homicidio. Caramba, parecía que todos los conductores se habían formado en las escuelas secretas del Santo Oficio, qué mala sangre, por dios.

El sur de Chile me recibía, a las 7 de la mañana, con un frío invernal envuelto en brumas. La gente bien abrigada me miraba con curiosidad mientras armaba mi bicicleta y sus alforjas. Faltaba mucho para que abrieran las tiendas, y con el frío que hacía no era cuestión de esperar dos horas en la calle para poder desayunar. No veía el momento de empezar a pedalear; un vistazo al pueblo, y a hacer kilómetros.

Con la primera cuesta entré en calor, y en una curva hice un strip-tease para ponerme la ropa corta y el maillot, sin dejar de saludar a los lugareños que pasaban. Es curiosa la habilidad de la gente para aparecer de la nada cuando uno se encuentra en paños menores. Una vez vestido, pueden pasar horas sin cruzarse con nadie… Estaba entusiasmado con mi bici nueva, y con los dos meses que tenía por delante en un paisaje que prometía. El sol iba disolviendo las neblinas sueltas para dejar brillar el intenso verde de sus praderas, donde pastaban vacas y caballos. Los leves relieves se iban acentuando según me dirigía hacia el este; al poco, de entre las nubes, apareció la silueta refulgente del cono del Llaima, un soberbio volcán completamente simétrico, cubierto de nieve como si quisiera amansar su fiera realidad. No habían pasado ni dos años desde su última y devastadora erupción, y yo me dirigía, tan tranquilo, a sus campos de lava ya dormidos.






Pasaban las horas y no encontraba más que humildes cabañas de madera dispersas y de aspecto deshabitado. Seguía en ayunas, sin agua ni comida, y ya me veía comiendo hierba para hacer boca. Por fin, entre un grupo de cabañas encontré un letrero, se vendían quesos. Con eso y un pedazo de pan que me dieron pude por fin calmar la fiera, y recuperar fuerzas para pedalear. La carretera rodeaba de lejos el volcán, y su silueta crecía y se hacía más impresionante. Un segundo cono volcánico y varias cumbres, todas nevadas, me introducían en un formidable paisaje de extremada belleza.






Llegué a Curacautín para almorzar. Era el único pueblo en doscientos kilómetros de ruta, y por fin pude comprar comida para un par de días. Pregunté a un señor por la pista que subía a la base del volcán. Lo primero que me dijo es que estaba cortada debida a la erupción; pero como no estaba seguro llamó con su celular a los carabineros, que le contaron que ya se encontraba practicable. Eso significaba que, pasada la alerta roja, por fin las máquinas habían entrado a recuperar el trazado de la pista sobre la nueva orografía de los campos de lava. Bueno, no era para echarse a temblar, pero algo de vidilla le daba al recorrido. Unos kilómetros después del pueblo, el asfalto se convirtió en ripio, ceniza volcánica y piedras sueltas en las que las ruedas se hundían y patinaban. De pronto avanzaba penosamente a una velocidad ridícula, luchando por no hundirme en arenas movedizas. En cada repecho no tenía más remedio que bajarme y empujar. El paisaje era increíble, eso sí, con el volcán cada vez más cerca, amenazante y poderoso. Los ríos de lava habían sepultado los caminos y destruido los bosques de araucarias centenarias, y aparecían a los lados del camino como monstruosas olas petrificadas en un entorno lunar. Al menos no había problemas de abastecimiento de agua, y cada poco paraba a rellenar el botellín en cualquiera de los arroyos de aguas cristalinas que bajaban de los hielos.






Con el atardecer bajó la temperatura bruscamente, y llegué a la base del volcán, ya anaranjado por el ocaso, con un gélido viento que hacía brotar nubes de la cima. Había subido hasta los 1.800 metros sobre el nivel del mar, y acampé junto a una laguna antes de que la noche helara el aire y me atenazase las manos. Una cresta de cumbres nevadas se reflejaba sobre la laguna, y el silencio incómodo del monstruo que en cualquier momento podía despertar se apoderó de la tierra. Yo estaba tan molido por la dureza del camino, y tan muerto de sueño por la tortura del autobús, que antes de que las últimas luces se escapasen de los nevados, ya estaba metido en mi saco, tratando de entrar en calor y de dormir en la perfecta soledad, en el increíble silencio sólo roto por las pocas aves que se atrevían a asomar el pico entre las copas de las araucarias.




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