15/11/08

Jueves 6 y Viernes 7 de Noviembre de 2008

Recorrido: jueves en Pucón bajo la lluvia, y viernes de ruta local hasta el lago Caburgia: 53 km

La mayoría de los viajeros se marcharon por la mañana para continuar viaje, y sólo dejarían una lluvia fría y continua que no hacía apetecible la bicicleta. Decidí quedarme a pasar el temporal en casa de Vivi, aunque Pucón no tenía mucho que ofrecer para días como aquél. La gente llegaba para escalar el volcán Villarrica, o a hacer rafting en sus ríos; pero con el chaparrón, ni se veía el volcán, ni había ganas de río.







Los ratos de más lluvia los pasé cómodamente sentado, leyendo junto a la estufa, o tomando tés calientes mientras conversaba con Vivi. Estaba especialmente contenta, porque su hija mayor había venido a visitarla. Se la llevó a su tierra sudafricana un viajero que se había perdido por Pucón, y después de un breve romance la convenció para que se casara con él y lo acompañara a su pueblito cerca de Ciudad del Cabo. Por lo que contaba, se trataba de una islita blanca en medio de la mayoritaria población negra; su hija se había acostumbrado un poco a esta segregación, pero no a la insoportable vida gris de la anquilosada mini-sociedad aristocrática blanca, donde lo único fresco lo aportaban los sirvientes negros. Le había costado dos años de adaptación y depresión, pero con su bebé nacido hacía unos meses parecía haber vuelto a la vida.

Pasear por el pueblo cuando la lluvia daba una tregua no era más interesante que estar en casa; las calles casi desiertas, y sus numerosas cafeterías vaciadas por la temporada baja no lo hacían especialmente atractivo. Helen, la ciclista holandesa, andaba en las mismas, refunfuñando mientras miraba los grises nubarrones, y tomándoselo con paciencia en la pensión. Yo tenía dos alternativas: coger mis bártulos y ponerme en ruta bajo la lluvia, arriesgándome a no encontrar dónde dormir a cubierto al final de algún barrizal; o bien quedarme en Pucón hasta que se pasase el temporal y hacer algún recorrido por la zona, sin bultos y para regresar de noche al calor de la posada.








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Opté por lo segundo. La idea de dormir empapado en mi tienda sobre un barrizal no me seducía; después de todo había cosas interesantes alrededor de Pucón, que se podían ver en el día. Preparé una bolsa con lo mínimo, comida y herramientas, y cuando iba a ponerme en camino, apareció Helen igual de preparada. No habíamos conectado demasiado, después de todo se trataba de una holandesa de más de 50 años solitaria y poco sociable, curtida por la vida aséptica, aislada y competitiva de la Europa profunda. Completamente opuesta a mi carácter. En la configuración de las arrugas de su cara se adivinaba una jefa severa y temible, puntillosa y perfeccionista, que hería a sus subordinados en el hospital con observaciones correctas pero demoledoras. Cinco minutos de conversación con ella eran entretenidos, después de todo estaba de vacaciones y se la veía relajada; pero al cabo no había mucho más que comentar, y quedaba al desnudo su ser real, reservado y hermético. Pero soy un blando, y como dice Susana adolezco del defecto muy español de no saber decir que no. Se notaba que pedía a gritos un poco de compañía, y cuando me preguntó si podía venir conmigo, no supe decirle que yo era más bien un viajero solitario.

Primero nos acercamos al lago que bañaba el oeste de la ciudad. Sus aguas oscuras de mar del Norte parecían ignoradas por todos, menos por una jauría de perros que se habían adueñado de la negra playa volcánica. Tras unos kilómetros de carretera tomamos un desvío, una pista de tierra que se internaba entre bosques, cerros arriba hacia otro lago. Las brumosas copas de los árboles daban al paisaje un aspecto perezoso y durmiente. Solitarios caballos pastaban en los cercados, y el único sonido de un río calmo acompañaba nuestro silencio.







En medio del camino encontramos un camping vacío, pero que mantenía abierta su cafetería junto al río. Era un pequeño jardín del edén volcánico, con musgos en los basaltos y verdores perennes. Un café caliente consiguió derribar algún muro, y Helen me habló de sus cosas, de su vida en Holanda en una casa que se le hacía demasiado grande para ella sola; de algún que otro viaje en bicicleta por España. E incluso de una mala experiencia con un tipo que intentó violarla en su misma casa, y que seguramente la había hecho tan huraña y fría. Aunque su falta de comunicatividad no nos había acercado mucho, parecía una buena persona. No es pecado ser un alma solitaria, aunque eso tiene su efecto sobre las arrugas de expresión.








Siguiendo el camino encontramos por fin el desvío a los Ojos del Caburgua, las cascadas que habíamos venido a ver. Un agua transparente caía en dos cataratas sobre una amplia balsa que después continuaba río abajo. Una hilera de pasarelas de madera entre las cenizas volcánicas cubiertas de verde permitía acercarse a las mejores vistas, e imaginarse en el bosque encantado de los gnomos.








Unos kilómetros más adelante llegamos a Caburgua, el pueblito que daba nombre a otro gran lago rodeado de montañas. Era el final de la ruta, y ahora tocaba regresar por otra carreterita cerrando el círculo hasta Pucón. Había sido un bonito paseo, entre frío y conatos de lluvia; y ver que no era para tanto me daba ánimos para retomar el viaje en bicicleta pese a lo adverso del clima.
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