15/11/08

Martes 4 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Cunco a un collado en las montañas: 69 km







Venía un temporal de lluvia, y con el cielo encapotado y un viento frío y desagradable dejé la calidez de la hogareña pensión. Antes desayuné allí mismo, charlando con otros dos huéspedes que llevaban unos días en el pueblo trabajando en las instalaciones de un banco. Eran de Santiago, y se preguntaban cómo nunca antes habían sido conscientes de que en su propio país existieran paraísos como aquél, donde la gente era pausada y amable, y las montañas altísimas y cubiertas de pura naturaleza. En Santiago, me decían, la gente ni te mira a los ojos. Todo está amañado por el dinero, la gente vive en la avaricia, tenga o no tenga. No era lugar para hacer amigos… en cambio, tras unos días en Cunco ya tenían su ambientecillo hecho, y hasta con quién salir de marcha, a “carretear”, como decían en Chile. En cuanto pudiesen, se vendrían a vivir a un lugar como Cunco, para qué vivir la vida deshumanizada de la capital. Deseándoles que lo consiguieran lo antes posible, me puse en camino con la despensa del cuerpo bien repleta. Hasta la laguna de Colico, la carretera estaba pavimentada; pero cuando alcancé la orilla, el asfalto se cambió en tierra volcánica suelta y pedruscos, y así seguiría por unos eternos 150 km.







Durante un largo recorrido seguí la boscosa orilla norte, tras la que se elevaban escarpadas montañas verticales, acantilados desde los que de vez en cuando se desprendía un arroyo en forma de cascada de cientos de metros de altura. El gris del cielo le daba al lago un aspecto negro y siniestro, salvaje e inhóspito en medio de las paredes de roca. Al final del lago se descubría su origen, un río bravo de aguas cristalinas que peleaban con las rocas desprendidas de las cornisas heladas, formando remolinos, rápidos y cascadas antes de desembocar mansamente en el lago. Desde allí se complicó la vía, iniciando un considerable ascenso por un camino que no estaba pensado para las bicicletas. Aún con el cambio más ligero, la fuerza de las piernas se perdía con el continuo patinar de la rueda trasera, o con el desequilibrio errático de la delantera, que se iba por donde quería. Conforme ganaba altura reaparecían las araucarias, y tras las nubes moviéndose a gran velocidad, se asomaban de vez en cuando las cumbres nevadas que ya helaban el viento.







Tras un par de horas así, había subido demasiado. Allá arriba, en el collado, soplaba un viento despiadado y ártico, y aunque quedaba un par de horas de sol, preferí acampar antes de que el frío se extremase con el anochecer. No lejos de unas casitas que ocupaban el estrecho valle del collado, busqué un lugar llano y protegido del viento del oeste por un pequeño cañaveral, y allí coloqué mi tienda con los dedos ya entumecidos. Preparado el refugio me senté en un tronco a cenar un bocadillo y mientras contemplar el atardecer entre araucarias y carreras de nubes. En ese momento surgió de las matas mi vecino, el pastor de la casita perdida en medio de la nada. Estuvimos charlando un buen rato. Venía de agrupar a sus vacas para que pasasen juntas la noche. Un puma merodeaba la zona desde hacía días, justo cuando sus vacas estaban pariendo con la primavera. En grupo se podían defender del depredador, pero por separado los terneros eran presa fácil, y ya había perdido dos terneros en lo que llevaba de primavera. Al pastor lo acompañaba su hijo, un adolescente con síndrome de down que, seguramente hubiera sufrido una vida difícil en una ciudad; pero que en medio del campo se mostraba feliz, capaz de realizar todas las tareas igual o mejor que su padre, y en un entorno de belleza incomparable.
El pastor, que ni si quiera me llegó a decir su nombre, me aseguró que los pumas nunca atacan al Hombre; pero cuando se fue a casa a encender la lumbre para la noche, me hubiese quedado intranquilo escuchando los sonidos que filtraba el fantasmagórico ulular del viento, si no fuera porque estaba tan agotado por la paliza del día, que nada más meterme en el saco, me olvidé del mundo y me dormí como un tronco.





.
.
.
.