30/11/08

Miércoles 19 de Noviembre de 2008

En Puerto Montt.







Las mismas calles que se habían quedado desiertas nada más caer la tarde bullían de vida por la mañana. Ni rastro de los vampiros, sólo quedaba un ir y venir de gente por las tiendas y oficinas.

Después de muchos días pedaleando tenía casi toda la ropa hecha un asco. La que usaba para la bici estaba especialmente sudada, acartonada por el salitre y hedionda; aproveché el día de reposo para llevarla a una lavandería.







Disfruté de nuevo de lujos como desayunar sin prisas un café, mientras hojeaba los periódicos, en los que era difícil encontrar alguna noticia interesante. O como salir de compras, necesitaba un buen pantalón impermeable ahora que me dirigía sin remedio al frío y la lluvia del sur. Lo encontré en una tienducha arrinconada en un callejón. La atendía una joven que en seguida distinguió mi mal disimulado acento español, y se llenó de curiosidad cuando supo del modo que estaba viajando por Chile. Se puso especialmente empática sufriendo al pensar en las noches que yo acampaba solo y en medio de la oscuridad del bosque, rodeado de pumas y otros seres que seguro habitaban más en su imaginación que en la realidad. Para ella yo era una rara mezcla de loco y valiente, aunque yo pensaba para mí que el peligro tangible acecha en las calles de las ciudades, y no en la armonía de la Naturaleza. Con esta y otras conversaciones casuales graciosas pero sin mucha miga, pasé un día entretenido, y dejé por unas horas de ser un huraño misántropo.






Aunque se veía bastante gente por las calles, se me hacía poca considerando el tamaño de la ciudad. El paseo me llevó a entrar por curiosidad en un enorme centro comercial al final del paseo marítimo. Claro, es que era allí donde estaba todo el mundo. El pasatiempo preferido de la tarde era recorrer sus lujosas tiendas, y en sus cafeterías se amontonaba el ambiente que no se hallaba en las calles del centro.

Mi ruta ciclista había de continuar hacia el sur, a la isla de Chiloé; pero llegado a su extremo sur, Quellón, me encontraría con el fin de la carretera, y a no ser que desde allí zarpasen barcos a Chaitén, comienzo de la carretera Austral, no tendría más remedio que regresar a Puerto Montt en autobús para tomar allí el barco a Chaitén. Caminé unos kilómetros hasta las oficinas del puerto, y tras una larga espera conseguí saber que sólo había barcos desde Puerto Montt, dos veces a la semana. Y que, como éstos se solían llenar, era bueno reservar pasaje con más de una semana de antelación. Ignoraba el tiempo que dedicaría a la isla de Chiloé, así que no podía planear nada. En la cola comencé a charlar con un hombre que esperaba su turno. La conversación se inició, como era habitual, con temas más o menos triviales. Supe, por ejemplo, que con mi profesión ganaría bastante más dinero en Chile de lo que me daban en España, con la salvedad añadida de que en el país austral la vida era mucho más barata.
Pero no recuerdo cómo, la conversación derivó a la política. Según Julio, ésta había causado ya tanto dolor en el país que, por más que las desigualdades sociales tuvieran a la mayoría sobreviviendo más que viviendo, no valía la pena luchar por ideas ni por cambios. Un tío suyo, me contaba, había sido la mano derecha de Allende, y consiguió salvarse por poco, escapando a Argentina y desde allí a Italia. Pasadas varias décadas de exilio ya tenía su vida hecha allá, y ni le pasaba por la cabeza volver al país por el que tanto había luchado y sufrido. Pregunté directamente a Julio: ¿qué había hecho Allende para que la oligarquía hubiese decidido acabar con él y su gobierno? No lo dudó: había puesto en marcha un plan para expropiar parte de las tierras de los grandes latifundios y entregarlas a cooperativas de campesinos sin tierra. Eso era todo. El golpe había triunfado tras un trabajo previo de sabotaje: los canales comerciales y de transporte, en manos de las familias más poderosas, habían sido interrumpidos deliberadamente para provocar un desabastecimiento de productos básicos, y así acabar hartando a la gente, que culparía sin duda a la mala gestión del gobierno. Los chilenos de entonces tenían dinero, pero las tiendas estaban vacías; el camino estaba allanado para el derrocamiento militar. Este método del sabotaje perpetrado desde arriba para desabastecer los comercios había sido utilizado años después para tumbar el viejo sistema de la URSS. Tanto en Chile como en el país comunista, al día siguiente del derrocamiento las estanterías de los supermercados volvían a estar repletas de productos. Al menos estas dos lecciones históricas habían quedado en la memoria de políticos actuales, como Hugo Chávez. También en Venezuela se ensayó un boicot destinado a desabastecer los comercios y hartar por hambre a la gente; pero esta vez no los pillaron por sorpresa, y pudieron rearmar unos canales de distribución alternativos, y perseguir a los empresarios que paraban sus fábricas para no producir los bienes de primera necesidad. Todo esto me contaba Julio, que para no querer saber nada de política, sabía más de la cuenta. Parecía acongojarse recordando cuando era adolescente: tras el triunfo del golpe, allá en Temuco, donde él vivía, era raro el día que los pescadores no sacaban algún cadáver del río, enganchado en sus redes. La gente desaparecía, pero en seguida los encontraban corriente abajo.

Antes de que la noche descorriera las pálidas lápidas de los abominables seres de callejón, me retiré a la posada a matar un par de horas con las noticias de los canales internacionales.
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